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El Telégrafo
Ramiro Díez

La carta perdida

29 de agosto de 2013

Yorladis, con ese nombre exótico, tenía una vida común: era una niña esmeraldeña, pobre, que decidió buscar trabajo en Quito. Y algo le dijo que todo iba a ir muy bien en su futuro porque, justo el día que cumplía quince años, la ocuparon como empleada doméstica.

“Esto es vida”, pensó Yorladis cuando conoció la casa donde la contrataban. Pero pronto descubrió que allí lo que más brillaba era la mezquindad en el salario y la comida. La patrona pasaba más en los casinos que en la casa, y desde Miami llegaron de visita dos primas de la señora, extravagantes y racistas que la humillaban con cada palabra.

“Dios mío, Todopoderoso…”, rezaba cada noche Yorladis. “Que me pueda ir de esta casa. Te prometo recorrer la iglesia de rodillas. Hazme el milagro, Diosito bueno”. Y se le cumplió el milagro porque al día siguiente salió para no regresar.

Yorladis estaba en la cocina, empujaron la puerta, entraron dos policías que la esposaron y la sacaron a empellones. “Diga dónde están los dólares y las joyas de las familiares de la señora”, dijo uno de los agentes. “Yo nunca he robado nada”, fue lo que dos días más tarde confesó Yorladis a una compañera de celda, porque nunca hubo un juez que la escuchara.

Cuando Yorladis llevaba cuatro años en la cárcel, llegó un día un sacerdote anciano, con acento extranjero, con temblores en todo el cuerpo. El hombre sacó, de entre su sotana, una carta de la antigua patrona de Yorladis.

“Pido perdón a Yorladis. Moriré en pocos meses y confieso ante Dios que tomé aquel dinero y las joyas de mis primas para cubrir deudas de juego. Ahora tengo mi conciencia tranquila. A Yorladis la acusé ante mis primas y ante la policía, para salvaguardar mi honra. Yorladis es inocente”.

Aquel misterioso sacerdote, que nunca dio su nombre, entregó la carta minutos antes de que concluyera la visita a las prisioneras, y se marchó con la promesa de regresar a la siguiente semana. Pero nunca más apareció en la cárcel.

Al principio, Yorladis esperó aquella visita, para presentar el documento e iniciar su defensa de manera más impactante. Estaba segura de que con la carta obtendría su libertad. Pero aquel papel jamás le fue aceptado como prueba de inocencia. La abogada de servicio social que atendió el caso, y que guardaba la carta, un día la extravió y no dio razón alguna.

¿Y su patrona, la mujer dedicada al juego, ladrona, calumniadora, a punto de morir? Tal vez rezó mucho y se arrepintió lo suficiente porque, ¡oh Dios!, milagrosamente se recuperó de la enfermedad. Sigue visitando casinos, aunque con menos frecuencia. Y ya no se acuerda de la carta. Y Yorladis tampoco, porque aquel papel no le sirvió de nada. Además, ¿para qué? Ya solo le faltan tres años.

Aquí también, como en la vida, la dama negra está perdida. Gheoghiu, Uhlmann. Sofía, 1967

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