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El Telégrafo

La campaña eclesiástica

21 de abril de 2011

Una vez más, la Iglesia católica está metida de lleno en la política, pese a la expresa prohibición que le marca el Modus Vivendi, tratado que rige sus relaciones con el Estado ecuatoriano. Y, una vez más, lo hace con el pretexto de dictar lecciones de moral a los ciudadanos del país.

En su último comunicado, repartido en las iglesias a su feligresía, el presidente de la Conferencia Episcopal, Antonio Arregui, afirma que en una democracia resulta indispensable “la independencia de las funciones del Estado… y la libertad de expresión, de información y de empresa, sin las cuales no es posible ejercer una leal y fecunda participación en la vida pública”.

Ahora resulta que este obispo español ya no solo es el abanderado de la ultraderecha, sino también el campeón de la prensa privada y de la libertad de empresa. Que defienda las posiciones de ultraderecha tiene sentido, pues él es el jefe del Opus Dei. Y también lo tiene que defienda a los periódicos de sus amigos, sin preocuparse mucho de lo que ellos dicen. Pero, me pregunto, ¿por qué será que este prelado actúa ahora como defensor de la empresa privada, a la que nadie ha atacado? ¿Será, quizá, que la Revolución Ciudadana ha afectado a alguna de esas empresas de las que se afirma es propietario Arregui, en Imbabura y otras provincias? ¿O será que este obispo extranjero teme que, de aprobarse la pregunta seis, le pidan cuentas por su injustificado enriquecimiento en el Ecuador?

Frente a la abierta actividad política de la jerarquía eclesiástica, hallo que es llegada la hora de que el Gobierno Nacional aplique en su favor las normas del Modus Vivendi. Para ello, hay que recordar ese sabio principio que fijaron los reyes de España en el siglo XVIII y que José Mejía Lequerica reiteró en las Cortes de Cádiz: “No hay un Estado dentro de una iglesia, sino una iglesia dentro del Estado”.

Hallo que es hora de que el Estado declare que el Modus Vivendi con la Iglesia ha sido irrespetado constantemente por la jerarquía eclesiástica y que, por tanto, se halla roto “de facto”.

Pero si el Estado no quiere ir tan lejos, hay que recordarle que tiene también otros mecanismos para hacerse respetar, como, por ejemplo, revisar los generosos subsidios que desde hace décadas viene otorgando a la Iglesia y sus instituciones dependientes, de los cuales nadie rinde cuentas.

Si la jerarquía religiosa predica transparencia y ética, ¿no sería bueno que comience por transparentar sus propias acciones y nos hable de sus negocios, de sus beneficios, de sus ingresos?

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