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El Telégrafo

La burguesía

28 de julio de 2011

El actuar del hombre burgués, desde que conquistó el poder social, en el siglo XIX, ha sido siempre mucho más económico que político; incluso adoptó el liberalismo económico antes de hacer suyo el liberalismo político. El economista de la burguesía, Adam Smith, sostenía: “Una nación es tanto más rica cuanto más ricos sean sus ciudadanos. Ahora bien, para que estos se enriquezcan es menester dejarles en libertad”. Lo importante era la libertad individual, mediante la reducción del aparato estatal a la mínima expresión. El individualismo y la optimista convicción de la identidad de fines del individuo y la sociedad (simple suma de individuos), empujaban a pensar que el Estado liberal, es decir, el menor Estado posible, era el régimen político mejor. El Estado queda reducido a Estado-gendarme. Ser guardián, mientras el orden se mantiene por sí solo, no es mal oficio, es incluso honorable. Sin embargo, los conflictos obreros y las revoluciones políticas hicieron que el Estado se endureciese y de “gendarme” pasase a “policial y verdugo”. Lo que había sido un oficio honorable se convirtió en una fea labor. No obstante, el político, que ya nunca disponía del cómodo poder absoluto, se veía obligado a gobernar con astucia, recurriendo al engaño, a la corrupción y al soborno. Se propugnaba lo siguiente: “Quien permanece en la vida privada puede mantenerse limpio, pues la política envilece”. El supuesto de tal concepción es un doble autoengaño. En primer lugar, el de que el hombre puede negar la dimensión política de su ser, contrariando la tesis de Aristóteles, quien afirmaba que “el hombre es un animal político”. El segundo autoengaño es el de pensar que se puede preservar mucho más fácilmente la pureza moral en la vida privada que en la vida pública. Hay que afirmar que esto no es verdad, aunque lo parezca. Cierto que, como expresaba Max Weber, los políticos no pueden gobernar con el sermón de la montaña ni siquiera suelen hacerlo con el código, no escrito, de la más elemental moralidad. Pero, ¿es que de verdad los aplicamos en nuestra vida privada? ¿Estamos conscientes de que los comerciantes y empresarios son moralmente más rigoristas que los políticos? La única diferencia real entre la esfera política y la privada consiste, para usar la metáfora, en que siendo como dos letreros que dicen lo mismo, pero el uno en tamaño mucho más grande que el otro, en la política se ve todo, también las faltas, mucho más abultadamente.

En consecuencia, cabe preguntar: ¿No creen ustedes que ya es hora de que participen en política los mejores hombres y mujeres de nuestra sociedad, entendidos en dicha calidad aquellos que gozan de un buen nombre y buena reputación por su probidad notoria? Pasemos, entonces, de la contemplación a la participación política.

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