En medio del dolor, la angustia y la devastación, la respuesta de las instituciones públicas y de la ciudadanía al terremoto del 16 de abril de 2016 ha revelado nuestro crecimiento como país, más aún si la comparamos con la del terremoto del 5 de marzo de 1987. En aquel entonces, el desastre se produjo durante el gobierno del ultraderechista León Febres-Cordero. El Estado no solo que se mostró absolutamente inhabilitado para afrontarlo, lo que se evidenció en la creación precipitada de un ‘comité de emergencia nacional’, encargado del manejo de la crisis, sino que el Presidente, rodeado de guardaespaldas y protegido en su búnker, u oculto tras los vidrios polarizados de sus vehículos blindados, permaneció distante de una sociedad que le rechazaba crecientemente por su política violenta y oligárquica.
Aunque todavía persisten graves imprevisiones -causantes seguramente de muertes y destrucciones evitables-, sin duda la reforma impulsada por la Revolución Ciudadana nos ha mostrado un Estado mucho más preparado que el de 1987 para enfrentar los desastres, con la operación del Sistema Nacional de Gestión de Riesgos, articulando la gestión del Gobierno central con los locales, y operando intersectorialmente, lo que ha redundado en una respuesta rápida y eficiente, evidenciada en cierta normalización de los servicios a pocos días de la catástrofe. Una actitud contrastante a nivel gubernamental, comparada con la de 1987, ha sido la movilización de todo el Gobierno, encabezado por el presidente Rafael Correa, a la zona del desastre, para conocer de primera mano la magnitud de la tragedia y tomar decisiones, pero también para acompañar a las(os) compatriotas en su desolación.
Pero, sin lugar a dudas, la respuesta más notable ante esta adversidad ha sido la de la sociedad ecuatoriana. La solidaridad de la que todo el mundo habla, nos muestra un gran cambio de mentalidad: una mayor conciencia ciudadana expresada en una proactividad autónoma de cualquier convocatoria asistencialista -gremial, partidista o institucional-; una confianza en lo público, porque la gente deja sus contribuciones con la seguridad de que llegarán a su destino; un sentido de hermandad expresado en los mensajes de aliento, de consuelo y de afecto que acompañan las donaciones. No se trata de la típica solidaridad ancestral o de cuño caritativo, muy practicada por nuestro pueblo con lo conocido -lo familiar, comunal, barrial o local-. Es una solidaridad de nuevo tipo, mayor, hacia quienes desconozco pero con quienes me identifico, lo que nos muestra que nuestro sentido de pertenencia a ‘lo ecuatoriano’ se ha fortalecido en estos últimos años.
Esto, por cierto, no ha surgido por ósmosis en 2016. Está íntimamente vinculado a una política pública que, en los últimos años, ha dado ejemplo de solidaridad, transparencia y sentido de pertenencia nacional, lo que marca la diferencia con la política excluyente, corrupta y antinacional de los aciagos años 80. (O)