Cuando Lenín Moreno asumió el poder manifestó que en su gobierno se haría cirugía mayor a la corrupción, que se la combatiría con denuedo. Sin embargo, la única forma de aniquilar la corrupción es asegurar que los delincuentes, los corruptos y los corruptores vayan a la cárcel.
La verdad es que en un gobierno decente y honesto se puede coartar la corrupción a través de procesos bien diseñados, escogiendo a gente honesta para los cargos públicos de relevancia y denunciando desde adentro los actos de corrupción y a sus actores. También el legislar adecuadamente permite atenuar la corrupción.
No obstante lo dicho, es a los estamentos de la Función Judicial a los que les toca, a través de acciones decisivas y honestas, demostrar que se emiten fallos en derecho, que se persigue y se busca castigar a los delincuentes por parte de la Fiscalía y que el debido proceso se cumple. Es decir, por más buena intención que tenga el Poder Ejecutivo, es el Poder Judicial el que puede atenuar la corrupción en el tiempo.
La impunidad ha sido la tónica por décadas y los ladrones de la función pública han salido bien librados. Nótese, sin embargo, que últimamente dos vicepresidentes y tres exministros han sido sentenciados y que una veintena de funcionarios de altos cargos en el gobierno anterior están prófugos o a la espera de juicios que ventilarán próximamente.
Frente a esto se puede afirmar que nunca antes en la historia del Ecuador hubo tanto atracador en la función pública como los hubo entre 2007 y 2017 o que la Función Judicial está dando muestras de trabajo.
Lo que se viene es trascendental. El juicio a los más importantes personeros del gobierno de la Revolución Ciudadana por los “sobornos 2012-2016” podría marcar un punto de inflexión en el destino moral del Ecuador. Si acaso, con pruebas efectivas, en el marco del debido proceso, se demuestra la culpabilidad de los sindicados, se abrirá un gran camino de esperanza para la recuperación moral de la patria. La justicia está en la mira. (O)