Muchos pelos se ponen de punta cuando hablamos de justicia indígena. Juristas y políticos no dudan en tachar de “salvajes” las diversas formas de resolución de conflictos que tienen nuestros pueblos aborígenes, como si la justicia ordinaria –occidental– fuera el paradigma de lo civilizatorio. Cual antropólogo africanista, el mundo se ha dividido entre quienes poseen una justicia apegada a la racionalidad y quienes, sencillamente, hacen justicia exacerbando la pasión comunitaria.
La racionalidad jurídica de Occidente plantea la criminalización de la inmigración, la legitimidad de la tortura para los “terroristas”, lo indiscutible de la pena de muerte, el bombardeo de sus enemigos para eliminar su comparecencia a juicio. No nos convence su “racionalidad” cuando aquí tenemos que padecer con millones de causas estancadas, operadores de justicia insensibles, cárceles precarias y abarrotadas, profesionales del derecho con pocos escrúpulos y gente de escasos recursos sin acceso a la justicia. Impunidad, incertidumbre y dolor es lo que encierra aquella diosa de ojos vendados con balanza y espada en mano.
¿Es por tanto la justicia ordinaria el modelo referencial para la justicia indígena? De ninguna manera. La justicia indígena en sus diversas formas, además de cohesionar el tejido social normalmente roto por la justicia ordinaria, mantiene la diversidad cultural, reintegra al agresor a la comunidad, repara a la víctima, siembra oralidad y prontitud en la resolución de conflictos, reivindica la ancestralidad perdida en nuestras sociedades y promueve la paz.
Lamentablemente aquello ha sido demonizado cuando se asocia a esta justicia con linchamientos, como si jamás se hubieran registrado estos fenómenos en las grandes urbes o territorios blanco-mestizos del país. Qué diría entonces Alfaro al saber que no fueron indígenas los que lo asesinaron y arrastraron en el Quito de los años veinte.
La Asamblea Nacional tiene el reto de procesar una ley donde comulguen ambas justicias. Se trata de un diálogo que no menosprecie ni radicalice la coordinación y cooperación; que refuerce la confianza y reconozca la capacidad que tienen las comunas, comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas; y, finalmente, que elimine de una vez por todas los prejuicios que tenemos.
La justicia indígena no es sólo una cuestión de reconocimiento, es también una condición para la existencia del Estado en momentos donde su justicia atraviesa una palpable crisis civilizatoria.