La violenta jornada que se produjo el 6 de enero en el Capitolio, sede del Congreso de EE.UU., constituye un acontecimiento histórico, todo un desafío para los estudios socio políticos científicos, hasta ahora ausentes o ensombrecidos por la narrativa de los medios de comunicación trasnacionales.
“Insurgentes” es decir insurgencia, fue el calificativo generalizado como lugar común para condenar la acción de masas seguidoras de una especie de caudillo anormal, en el contexto de EE.UU. No hay duda que el signo principal del hecho fue la violencia, distinguida de lo político por la prevalencia de la amenaza de una fuerza armada caótica no institucionalizada, que dejó cinco muertos.
El hecho puso de relieve algo evidente pero no enunciado: el Estado más guerrerista del mundo carece del monopolio de armas en la esfera doméstica. Los grupos que invadieron el Capitolio para impedir una jornada política ligada al traspaso de la Presidencia de los EE.UU., usaban armas, potestad legalizada en el marco de un pacto diferente entre gobierno y gobernados de tradición religiosa y de derechos individuales, bajo la argumentación de libertad y propiedad.
La violencia constituye una tradición ligada al Estado norteamericano, concebido como expresión de un designio divino para conducir al mundo, un principio antiguo occidental. Han sido continuas las noticias de sujetos que matan sin más en escuelas; como han sido comunes las guerras provocadas sin más por los EE.UU. en todo el mundo. La guerra es violencia. La violencia ha sido sembrada por el régimen histórico dentro y fuera de casa, hasta convertirla en estructural e incluso cultural: Trump es el rostro de una cosecha.
En el contexto citado, lo nuevo en EE.UU. es la relación interna entre la violencia, la reacción en masa y la política. Esa relación debe ser analizada, pero hay algo de lo que no quedaría duda: un caudillo nacionalista y xenófobo no es suficiente para mover a la gente, hace faltan condiciones objetivas: guerra intra burguesa, miseria, nivel de educación, libertad ilimitada de expresión (redes sociales), destrucción de utopías, irritación y violencia como forma de relación con el mundo. Lo que ocurrió es signo de otra cosa, que está desarrollándose no solo en EE.UU., sino entorno al orden global y el predominio del capitalismo corporativizado, al que se han adherido todos los Estados.