Con esta expresión, usada por don Ricardo Palma en una de sus Tradiciones Peruanas, tituló mi colega Lorenzo Huertas Vallejos a un importante libro suyo sobre desastres naturales en la historia del Perú. Y tomo ese nombre para referirme a lo que hoy sucede en nuestro país, donde un muy fuerte invierno azota a las provincias de la Costa y ha causado ya grandes daños a la agricultura y a las poblaciones situadas en tierras bajas.
Pero si el fenómeno invernal ha sido fuerte y en algunos lugares incluso catastrófico, hallo que todavía peor ha sido el escándalo mediático levantado en torno a él. Periodistas bisoños, que desconocen la historia pasada, y medios informativos ávidos de escándalo, han levantado un avispero mayúsculo, encaminado, en gran medida, a vender más periódicos o ganar mayor sintonía.
Ante esto encuentro indispensable precisar que un invierno de esta categoría es un fenómeno cíclico, que se produce cada cierto tiempo y causa daños a la vida social, pero también produce beneficios. Los daños son, en general, consecuencia directa de nuestra imprevisión o de las alteraciones causadas por el hombre en la naturaleza, al clausurar drenajes naturales, canalizar ríos, cerrar cauces alternativos o construir viviendas en quebradas u orillas fluviales. Los beneficios, a su vez, nos llegan de modo inesperado y no solemos reconocerlos: se llenan humedales, se recuperan zonas deforestadas y aumenta la humedad remanente en el suelo, lo que en la Costa permite una mejor cosecha veraniega.
Recuerdo ahora una conversación mantenida, hace años, con una parienta mía de Babahoyo, quien me relataba el modo en que ella y sus hermanas, siendo niñas, se lanzaban a nadar en las calles de la ciudad, arrojándose desde el balcón de su casa. Solo que entonces no existían periodistas que anduviesen recogiendo las quejas de cada familia, a falta de mejores noticias que reseñar.