Uno de los antivalores del capitalismo es el individualismo, subjetividad y práctica asocial que impulsa la corrupción en todas sus formas. Muchos seguidores del llamado ‘liberalismo esencial’ han querido posesionar la idea de que el individualismo es un atributo natural de las personas y, desde hace al menos tres siglos, sostienen que los seres humanos no son originalmente sociales ni su causa es el bienestar colectivo, puesto que su razón de ser es la competencia. Ese discurso fue apropiado desde su formación por la burguesía, con el propósito de justificar el principio de la libertad absoluta de comercio y circulación de dinero, para fines de acumulación infinita del capital. Desde entonces, esa clase dominante ha desplegado una serie de estrategias culturales para desarrollar el individualismo, desconociendo que sin la cooperación no podemos lograr la autorreproducción.
Del otro lado del espectro, se desarrolló también desde hace ya varios siglos, incluso dentro del propio tiempo histórico de la Modernidad, un ejercicio filosófico llamado por algunos ‘liberalismo benevolente’, que de algún modo corresponde a la idea de humanismo y socialismo, como propuestas basadas en la solidaridad y el amor, principios y sensaciones que se articulan también con la doctrina social de la Iglesia. También se ubican en esta esfera las nociones no occidentales, que destacan la cohesión, la armonía con la naturaleza y la vida como una totalidad. Es bien cierto que cada uno de los seres humanos vivimos en un cuerpo y que una necesidad básica es la alimentación y el bienestar de ese sistema biológico autónomo. También es cierto que puede darse un impulso sano hacia la autosuperación bajo las exigencias del sistema. Pero más allá de la condición de sujeto, la interiorización y práctica del individualismo sin brújula ética vulneran la cohesión social y promueven el tipo de corrupción basada en la apropiación ilícita del dinero. Los corruptos roban los dineros públicos; trafican con cuerpos y con mercaderías de manera ilegal, llegando al extremo de comerciar -además- con sustancias que hacen daño a las personas, movidos por un hedonismo, que busca el placer en la sobreabundancia de bienes materiales.
El mundo enfrenta el problema de la globalización de varios tipos de corrupción, que operan por medio de redes internacionales, en los márgenes del capitalismo formal. Sin embargo, casi siempre se intenta abordar el problema de la corrupción múltiple, simplemente desde la coyuntura, desde el suceso y desde la localidad. Por supuesto, hay que combatir y castigar frontalmente cada uno de los delitos de corrupción. Mas, el problema de raíz está en el campo de las ideas y de los valores, que se reproducen en instituciones como las familias, el sistema educativo y los medios de comunicación, espacios y herramientas donde se disputa la hegemonía.
Castigar a los corruptos es un deber del Estado, incluso de la sociedad civil mediante las instituciones y organizaciones. Pero la gran tarea es acabar con la corrupción, para lo cual es necesario retomar la reflexión y el debate sobre la ética, reconociendo que vivimos dentro de un sistema contradictorio, que impulsa la avidez por el dinero y el placer de la acumulación. En ese sentido, Ecuador está llamado a contribuir, incluso liderar una propuesta para el mundo, para trabajar en la ética de la solidaridad, combatiendo el individualismo y el antivalor de la corrupción, aun estudiando otros modos sociales históricos, que no potencien el sobreconsumo ni el ‘valor de cambio’. (O)