“Educación financiera es de rédito social”, así cerraba las líneas dedicadas a aquella tarea de formación cognitiva que las instituciones financieras (IF) están sujetas a brindar para con los usuarios.
Ahora, aún está latente el reflexionar sobre el proceso de evaluación de tal formación, precisamente para asegurar que la misma esté cumpliendo con el espíritu del regulador, plasmado en el respectivo cuerpo reglamentario. Pero, más allá de eso, una “educación financiera” de calidad no es “la meta”, es “parte de”. La meta es el propender hacia la mayor inclusión financiera “imposible” (lo posible ya está hecho).
Y es con la inclusión financiera, nuestras sociedades logran establecer conexión entre usuarios-productos y servicios financieros (PSF), con el fin de que exista conocimiento e interacción de ellos; sin dejar de lado, además, la vigilancia permanente del regulador para garantizar que se esté operando lícitamente con los dineros del público, y precautelar el cometimiento de abusos (sea de los intermediadores financieros, o sea de los usuarios).
Es ahora comprensible de mejor manera que la “educación financiera” es tan solo uno de los soportes para avanzar en materia de inclusión financiera; siendo así el acceso y el uso de productos y servicios, y la protección al usuario, aquellos otros soportes que tienen similar importancia y requieren de similar atención (por ejemplo, en el acceso es fundamental trabajo previo en conectividad y cobertura: permanente, y total, respectivamente).
Trabajando ardua y de manera conjunta (actores) en inclusión financiera se logra consecuentemente masificación de personas transaccionando en el sistema financiero vía utilización de las TIC; decidiendo, por citar: dónde ahorrar, cuándo solicitar préstamo financiero para invertir, cuándo y dónde exigir el respeto de mis derechos... individual y colectivamente, mejora de la calidad de vida de la gente.
Y, ¿qué ocurre en el país frente a la región?... (O)