La XXI Conferencia Iberoamericana de Jefes y Jefas de Estado y de Gobierno, realizada el fin de semana pasado, en Asunción, pudo pasar desapercibida para la mayoría de los pueblos latinoamericanos.
En esta vigésimo primera Conferencia Iberoamericana, alicaído espacio de encuentro entre América Latina, España y Portugal, se debía dialogar sobre dos temas cruciales: el desarrollo y la transformación del Estado. Cruciales porque las crisis, en este caso la iniciada en octubre de 2008 que afecta en forma muy severa a España y Portugal, presentan grandes desafíos para renovar los conceptos y la política en torno a los temas fundamentales del Estado y el desarrollo.
No obstante, las fuertes críticas del Presidente ecuatoriano a la intervención de la vicepresidenta para América Latina del Banco Mundial (BM), Pamela Cox, convirtieron a la Cumbre Iberoamericana en noticia de primera plana internacional.
Las instituciones de Bretton Woods -el BM y el Fondo Monetario Internacional (FMI)- son cuestionadas por el manejo de la crisis internacional. Hasta ahora, los esfuerzos desplegados para reordenar las finanzas mundiales son insuficientes.
La crisis financiera de 2008 evidenció la necesidad de los países del Sur de contar con un espacio político en el cual debatir y resolver sus propias estrategias para contrarrestarla, al margen del FMI, del BM y de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Durante décadas el Banco Mundial y el FMI han promovido en el Sur el desmantelamiento de lo público mediante políticas de ajuste estructural, austeridad fiscal, privatizaciones y despidos masivos. Lo opuesto a la perspectiva programática de muchos países latinoamericanos. De su lado la OMC promueve tratados de libre comercio (TLC) que maniatan la política pública y convierten extensos espacios nacionales en zonas de mercado e inversión para beneficio de las empresas transnacionales del Norte.
La Comunidad Iberoamericana de Naciones tiene como propósito buscar caminos de encuentro, en palabras de Francisco de Asís Oterino, superior del Monasterio de Guadalupe, Extremadura, donde se firmó la Declaración de Guadalupe en 1991.
Hoy, dos décadas después, la posibilidad de recobrar una más amplia y trascendente discusión sobre el Estado en América Latina, y su papel de cara a los retos que presenta el desarrollo en el siglo XXI, es una necesidad política y social propia.
No se necesita recurrir al tutelaje ni a prescripciones de entidades tan desprestigiadas a nivel global como el Banco
Mundial, empeñadas en seguir participando en cualquier foro como monitores del orden mundial.