Vengo de un país donde últimamente el talento escasea y encima perdió a Quino, el creador de la genial Mafalda, personaje con el que llevó al humor gráfico a su máxima expresión y trascendió todas las fronteras.
Para entendernos, el mío es un país cuya grandeur fue adquirida en un mercado de artículos falsificados en Uruguaiana o Ciudad del Este, de la misma forma que las señoras de la alta sociedad local suelen perder sus estadías en Nueva York buscando en la periferia carteras Louis Vuitton falsas. Un país donde la palabra se devaluó al ritmo de su no-moneda, ya que para elogiar las habilidades del otro se exclama: “¡Qué hijo de puta…!”. Y así podemos seguir hasta poner en contexto el tango Cambalache.
Es ese país que en algunos pasajes de su historia nos brindó “milagros” geniales en la literatura con Borges y en la música con Piazzolla, o al papa Francisco y pocos más. Allí la craneó Quino, y de esos arrabales viene Mafalda, sumándose a esa cadena milagrosa que se vislumbra en proceso de extinción.
Si el canadiense Marshall Mcluhan (1911-1980), el que nos advirtió de este presente comunicacional y de la sociedad de la información, sostenía que para comprender a una sociedad acudiéramos primero a un humorista para entender al mundo, allá por 1964 y hoy también, hay que acudir a Quino, quien transportó su gran poder de observación y ese humor fraguado en una familia de padres malagueños, a sabiendas que Andalucía es la primera potencia mundial del humor.
Introvertido y de pocas palabras, pero siempre regalaba una sonrisa perenne. Era reacio a las entrevistas y de trato cordial con todos. Salvo en el 2018 cuando los grupos antiabortistas usaron la imagen de la niña más traducida del universo, ahí si Quino se cabreó en forma, en una de sus últimas apariciones públicas. Allí volvió a dejar en claro cuál era su compendio ideológico y creativo.
Mafalda educó, enseñó, nutrió de ideas a varias generaciones en todos los idiomas, pero Quino no se daba por enterado.
Administraba así sus angustias, en su trabajo, y su gran humildad en cada gesto. Esa humildad que solo atesoran los grandes. Cuando se conoció con José Saramago, cuenta Daniel Divinsky, su editor y amigo, el autor de Ensayo sobre la ceguera le confesó que “Mafalda es mi filósofa preferida”, pero Quino se murió sin poder creerlo, un día después del cumpleaños 56 de su personaje más popular.
Acá nos quedamos. Un poco más huérfanos de talento de lo que estamos, pero conscientes de que ella sigue haciendo de las suyas por las calles de San Telmo. En las mismas calles donde Joaquín Lavado, confiando en León Tolstoi, como me lo recuerda un amigo, dibujó su aldea para explicar el mundo… (O)
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