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El Telégrafo
Aníbal Fernando Bonilla

Huella de porcelana en el umbral del cielo

10 de noviembre de 2015

Desde el arte poético, Alfredo María Villegas Oromí (Argentina, 1955) expone su Luna de Piedra (Casa de Poesía, Costa Rica, octubre de 2014); conjuro de los dioses rescatados del tráfago de los días monótonos. Es el enigma alrededor del barro blanco bajo el cristal de la palabra transparente. Es aquel misterio descrito por Bécquer, que nos conduce al inevitable hálito lírico.

A partir de la exploración noctámbula, Villegas se adentra en los confines de un extraño sentimiento platónico sustraído del hechizo lunar que pervive en el sueño humano. Pero este rítmico grito de Quilla Rumi emerge desde la reminiscencia con olor a expoliación. En Luna de Piedra se atestigua el quebranto de los elementos de la naturaleza, así como el despojo de la Pachamama, y la invasión, conquista e injusticia en contra de los primeros habitantes de Amerindia. Es un cántico en el prodigio de la semilla hasta “enmudecer el alma de los hombres”.

Los poemas de este libro tienen continuidad desde el eje de la luna nómada en un abrazo telúrico que recrea un fragmento de la historia guardada en el corazón roto de la dignidad latinoamericana. Sus versos, aunque surgen del relicario ancestral de nuestro continente mestizo (en donde se reivindica al quichua y/o quechua, según la procedencia andina), en la motivación escrita adquieren aliento ecuménico, como el viento en su apogeo tras el vuelo de la cometa, como la abundancia de las hojas en otoño, como la sonrisa de los hijos tiernos, como la herencia de los abuelos sabios, como la zozobra del exiliado, como el río entre las soledades, como la estridencia de la lluvia en el techo desvalido. Cabe resaltar la inclusión de términos de la referida lengua materna, con lo cual Viracocha es más que un ser mítico aún vigente en territorio del Abya Yala, bendecido por rituales que se ofrendan de manera cíclica en la ladera, la cascada, el arroyo y la quebrada.

El numen conductor asumido por el autor tiene su origen en el destello astral que se esparce en la nada. Aquella sinfonía de estrellas que rodean el brillo de una redonda esperanza que guarda su encanto en la fugacidad de la madrugada.

Luna de Piedra es un torrente de inquietudes en el marasmo de los períodos decadentes. Desde la infinitud azul -atravesada como hija del sol- esboza las orfandades que devienen en dolores propios y ajenos, en donde el hábitat forma parte de las preocupaciones sustanciales de la conciencia social. La luna en pleno sosiego enuncia “en voz baja una plegaria/ que le dictó la piedra,/ que le tradujo el viento,/ que se aprendió de niña”.

La luna se embriaga de los artificios mundanos y transmuta gitana las estaciones del tiempo. Pero eso no le impide encontrar otras maneras adyacentes de invocar a las deidades que brindan la energía necesaria para abrir postigos que conduzcan a la senda trazada y enfilar caminos de ventura, contando con la penumbra como acompañante en el desafío: “Entonces,/ eleva una plegaria/ cortando viejas flores/ de un salitral sin horizontes./… Ella solo quiere ver la luz/ atizando palabras en el fuego”.

¿Por qué canta la luna? Porque desea compartir el resplandor que emana de la víspera de un renovado horizonte. Porque pretende sobreponerse de las adversidades y elevar sus alas al infinito. La luna se vuelve fecunda en el vientre de la tierra y recrea una vocación que le pertenece al poeta en una voz profética que suena más allá de la niebla.

Alfredo Villegas Oromí, tras su discernimiento poético, descifra múltiples razones que justifican aquel canto universal a favor de la existencia, tal como Mario Benedetti nos legó: “Cantamos porque llueve sobre el surco/ y somos militantes de la vida/ y porque no podemos ni queremos/ dejar que la canción se haga ceniza”. (O)

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