¿Acaso la lógica y la razón piden fuerza? No. Si al país que intenta superar una de las peores crisis sistémicas de la historia le conviene algo tan importante como profundizar la democracia y reactivar la economía, es fácil colegir que las fuerzas políticas harán lo posible para llegar a los acuerdos que beneficiarán a todos. Pero acá en casi todo priman lo irracional y la locura. Show, zancadilla, coartada y frivolidad son monedas de baja ley de ciertos políticos, con las que intentan saldar su enorme deuda con la sociedad; no les importa el país, menos los pobres, desempleados, ni los que emprenden la aventura migratoria.
Muchos políticos creen que hacer política es pensar lo micro, la coyuntura, y proceder en función de intereses de pocos. Esas personas sobran, son proclives a debutar y despedirse, ilustres desconocidos que pasan como aves de un solo verano. Los más vivos hacen prestidigitación con el poder, entienden a la política como describió Edmond Thiaudiére: “La política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular”. Gente así encarna máximo peligro para la comunidad, abona el terreno para hacer creer que la época pasada fue ideal, por lo que habría que volver a ella. Los pocos buenos políticos, en cambio, a contracorriente intentan liberar las aguas estancadas y pestilentes que nos dejaron años de abuso, odio y corrupción.
Sin corazón ni compromiso social es imposible honrar la política. Se requiere una conexión fundamental entre la política de buena entraña y el interés general, capaz de avivar la democracia. Esos deben ser los ingredientes infaltables en organizaciones, partidos y movimientos, instituciones, espacios de poder.
Parafraseo a Fernando Savater: ha llegado por fin la hora de mover las piezas. Los ciudadanos son principio y fin de la sociedad y del Estado, por lo que deben demandar con firmeza una política de la más alta calidad, y así ser autores directos de un porvenir prometedor.