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El Telégrafo

Historia de un urinario

28 de julio de 2011

Allá por los años 50 del siglo veinte, casi frente a la entrada del lujoso edificio del diario El Universo, en el portal del mismo, calle Escobedo y Nueve de Octubre, asomó una portentosa instalación que los dueños del periódico, tan generosos siempre, ofrecían gratuitamente al servicio de Guayaquil y, más concretamente, a los apurados ciudadanos que tuvieran urgencia de descargar la vejiga. Se trataba de un urinario casi a cielo abierto, sin puertas, a la vista de los transeúntes, donde los necesitados hacían una curiosa cola de varios metros. Era la contribución de los pudientes señores Pérez Castro al folclor del Puerto Clase A. Y es que la Municipalidad porteña nunca reparó en que los guayaquileños, por mucha madera de guerrero que tengan, poseen una vejiga muy sensible, pues dados los rigores del caluroso clima, para saciar la sed deben ingerir más líquidos de los que normalmente acostumbra cualquier otro cristiano.

Como corresponde a la prensa libre e independiente, el servicio era enteramente democrático, ya que entre los usuarios se podía ver cargadores, inmigrantes, borrachitos del barrio y hasta políticos que, a mano alzada, saludaban al público desde el urinario. Claro que  algunos individuos tímidos, por no exhibirse en el simpático espectáculo, corrían a desocuparse en los portales de las iglesias vecinas, sin que faltaran esas lenguas que todo lo critican para señalar que el tal servicio era una vergüenza para Guayaquil, aunque estaba dentro de los cánones de la libertad de expresión.

Así corrieron muchas aguas del manso Guayas y también muchos orines de los habitantes, hasta que un día -en los 80- los apurados usuarios se toparon con que el servicio se hallaba cerrado por remodelación. Mas llegó el feliz día de la reapertura y de inmediato se formó la consabida cola. Se acercó el hombre del primer turno y estalló indignado, sin poder satisfacer sus aprietos. Igual ocurrió con los demás, en medio de preguntas y protestas. ¿Cuál era la razón del disgusto, que obligó al cierre de estas filantrópicas operaciones urinarias? Pues que los dueños de El Universo, al diseñar la remodelación, dispusieron que en el estrechísimo piso, debajo del orinal, se incrustara un nombre: HENRY RAAD, con lo que resultaba que todo aquel que buscara este servicio estaba forzado a pisar el nombre del personaje, como quien pisara su cabeza, a más de salpicarle unas cuantas gotas de líquido maloliente.

Si la víctima de tan insana maquinación hubiera sido cualquier Juan Piguave, de todos modos esta era monstruosa y retrataba de cuerpo entero a los dueños del más grande  y poderoso diario del Ecuador. Pero el agravio se agigantaba por ser el señor Raad personaje conocido y adornado de cualidades intelectuales, quien, por cualquier razón, se granjeó el odio de un arrogante clan que siempre trató la honra ajena como si fuera un trapo digno de ser revolcado en una letrina.

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