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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

Heterodoxia social

14 de diciembre de 2015

Se ha puesto en boca de varias personas la idea –poco mascullada– de que los gobiernos progresistas están viviendo una novísima versión del clásico canto del cisne. La decepción inunda las reacciones de quienes se interesan por la política, y el triunfalismo se solaza en otros que por fin saben que su corazoncito late más rápido al ver que los resultados electorales, en Argentina y en Venezuela, benefician a la derecha. Pareciera que lo anterior es la metáfora de la despolitización que sufren algunos cuya única fuente de información ¿y reflexión? es la que se difunde en los medios. La complejidad de cada país pasa inadvertida y la interpretación de su dinámica se reduce a la ineficiencia del modelo.

Si fuera así de fácil se podría creer que México vive su mejor momento; que Perú salió del subdesarrollo; o que Colombia vive en paz; pero la realidad siempre es más densa y los conflictos que nutren su devenir sirven para saber cómo se procesa socialmente –en lo micro y en lo macro– la praxis política de las diversas tendencias.

Los gobiernos progresistas, desde una tesis poco ortodoxa, son producto de una asociación de singularidades políticas que no se resumen en una sola categoría (izquierda), más bien son expresión de la herencia nacionalista que dejó cada una de las luchas populares del siglo pasado, y que tenían por máximo norte la afirmación de un estado nacional libre de las metrópolis. Incluso las primeras ideas socialistas que llegaron a Ecuador y que se extendieron hasta los 80 bregaban por la ‘liberación nacional’, ¡y nadie se espantaba! Hoy por hoy, víctimas de la moda de vaciar de significado a los hitos históricos, se llega a decir que los gobiernos progresistas no aportan al cambio y además se descarta el carácter social de sus proyectos.

Quizás la apuesta hecha por los movimientos que motivaron su llegada –a través de la vía democrática– olvidó que el viejo radicalismo de izquierda (que cuando era auténtico tomaba las armas) se trocaría en la (otra) retaguardia que apuraría su destrucción. Pero lo más grave es la supuesta comprensión que se tiene de estos procesos, es decir, despojar a la discusión política y económica de sus variables históricas, y subsumir la cuestión a una retahíla moral que ve en la corrupción el destino de cualquier poder.

Si la premisa siempre fuera esta, toda lucha social perdería su sentido; porque renegaríamos de cada cosa que hizo la humanidad hasta llegar al presente y nos extraviaríamos en el mar de la resignación y el esclavismo mental. Por supuesto, cada época tiene sus condiciones y batallar constantemente es parte de la creatividad social y política de los que encienden la luz de la vanguardia. Pero no es fácil; el populismo intelectual se ofusca con las heterodoxias y se refugia en filiaciones que idealizan rebeliones pasadas sin asumir el presente.

Hoy no es hora del dogma. Es hora de la heterodoxia social que vemos en nuestros lares. Y esto va para todos. Para los asilados de la retórica y para los gobiernos progresistas que precisan más que nunca trabajar en la economía a pesar de la ofensiva de los ortodoxos de lado y lado. (O)

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