Un amigo de derecha, cercano a posiciones liberales modernas, ansioso de ver cambios profundos en el Ecuador, muy abierto al diálogo y a la conversa, me ha dicho: “Me da tristeza lo que pasa, hasta me despierto con ganas de abrir los ojos en otro país”. Y lo dice porque está en contra de algunas cosas de este Gobierno y de la oposición.
Enfatiza: “El nivel de intolerancia mediática es impresionante”. Según su análisis: “Nada está bien para los medios, todo lo que hace Correa es malo, parecería que estamos en el Apocalipsis y que este país, en cualquier instante, colapsa”. Y afirma categóricamente. “No es cierto. Han pasado muchas cosas buenas y de las otras, pero el balance, a la larga, será que algo cambió”.
No me sorprende su criterio, pero sí me llama la atención por dónde analiza las cosas, una persona que no es de izquierda y que tampoco comulga con las tesis de este Gobierno: su reflexión y su rechazo nace de que desde los medios recibe solo lo negativo y una amargura extrema. Por cierto, se solidariza conmigo por algunas publicaciones y comentarios de periodistas y supuestos analistas sobre mi pasado político, mi condición de periodista y hasta por mi criticidad en muchas cosas. Y dice: “Te atacan como si tu pensamiento fuese el problema. ¿No hablan de tolerancia y de libertad de expresión? Entonces, tus ideas deben ser respetadas aunque no compartidas”. Al mismo tiempo subraya: “Hay personajes que están en la televisión y otros que los canales no se cansan de invitar que no deberían salir nunca más por su nivel intelectual y su poca vergüenza para reconocer su responsabilidad en lo que vivimos en los últimos 30 años”.
Tras una larga charla, le veo marcharse con menos bronca. Me da un abrazo y siento su calidez como un sentido homenaje a nuestra amistad. Me deja dos novelas y yo le regalo un libro de cuentos. Así nos hemos visto muchas veces: intercambiando pensamientos, ficciones, reflexiones, sentires y sentidos. Ayer me llamó por teléfono, muy temprano, para desayunar juntos y lo hicimos con la ternura de una charla fresca en un Quito casi veraniego. Y al verlo de espaldas, cuando se aleja, observo al único ser que puede pensar diferente y hacerme vivir la necesidad del diálogo como condición humana trascendental para reconocernos como imperfectos. De él jamás saldrán ofensas ni recriminaciones, menos publicaciones y ajustes de cuentas, por más que le diga que ser de izquierda es una honrosa condición para mejorar el planeta. Y que ser liberal, como él se autocalifica, me ha permitido aprender mucho porque lo es desde la sabiduría que cada día alimenta con sus lecturas profundas.