La interdependencia compleja fue la última corriente de pensamiento que sacudió la apasionante disciplina de las relaciones internacionales. Sus padres, los politólogos norteamericanos Robert Keohane y Joseph Nye, la pensaron como una alternativa al paradigma, hasta ese entonces, dominante: el realismo. La visión realista ―con Hans Morgenthau como su máximo referente contemporáneo y con raíces en el pensamiento hobbesiano― creía que los Estados eran los actores dominantes, que el uso de la fuerza (o su amenaza) era un recurso eficaz y que el principal problema ―por no decir el único― de la política mundial era la seguridad militar. Una visión apropiada para tiempos de postguerra, pero que con el paso de los años perdería su hegemonía.
Para superar el reduccionismo del realismo apareció, a finales de la década del setenta, Poder e Interdependencia, el libro que dio origen a la teoría de la interdependencia compleja. Uno de los supuestos desde donde partieron Keohane y Nye era que las agendas diplomáticas se habían diversificado y complejizado, la seguridad militar continuaba siendo un tema que preocupaba a los actores internacionales, pero no era ni el único, ni el más importante. La conversación internacional comenzaba a incluir otras cuestiones, como los derechos humanos, la desigualdad, el agotamiento de los recursos naturales y la crisis ecológica, entre otras. Otra de las diferencias con el realismo era que mientras éste se basaba en la idea de que los Estados eran las únicas unidades de la política mundial, la interdependencia compleja defendía la existencia de «múltiples canales» de conexión. Así, con esto, explicaban el creciente rol de los agentes no-estatales y paraestatales, de las organizaciones transnacionales y las corporaciones multinacionales.
El realismo, como veíamos, ponía el foco en las relaciones interestatales, las que eran posible gracias a la diplomacia bilateral y a otro canal de contacto y relación que adquirió mucho protagonismo durante la segunda mitad del siglo XX: las internacionales partidarias. La Internacional Socialista, fundada en los albores de la postguerra bajo el liderazgo del laborismo inglés y la influencia de la socialdemocracia alemana, es probablemente la más conocida, pero antes ya existían la Internacional Liberal y la Internacional Demócrata Cristiana de América. Las internacionales partidarias eran la manera que tenían los partidos políticos, estuviesen o no en el poder, para relacionarse con sus pares. Eran la suma de partidos socialistas, socialdemócratas o liberales; organizaciones con una estructura fija, con comités, dirigentes, miembros, sedes, congresos, delegaciones…
Las actuales relaciones internacionales, sin embargo, nos exigen otro mirada. Pasar del internacionalismo al transnacionalismo. El prefijo «trans» significa «a través de» o «más allá» y, en este caso, sirve para explicar las relaciones que trascienden justamente lo (inter)estatal. La globalización ha diluido la importancia de los países y nos obliga a repensar la cartografía mundial. Hoy vivimos en una red distribuida con múltiples nodos y actores supraestatales (y suprapartidarios). La política (y sus protagonistas principales, los partidos) deben abrirse a conceptos nuevos más allá de las lógicas de los estados-nación o de las fronteras. Estamos en una nueva dinámica en donde los retos de nuestra humanidad reclaman algo más que el concierto de las naciones, sino la alianza de personas, redes y movimientos que tienen su ADN ya situado en una dimensión transnacional.
«El todo es más que la suma de las partes», decía Aristóteles en Metafísica. Es el principio rector del holismo, la posición epistemológica que nos invita a analizar los sistemas en su conjunto, en su complejidad, y no a través de las partes que lo componen; esta forma de abordaje incorpora los procesos de interacción y las sinergias que no se perciben cuando se estudian los elementos constituyentes por separado. De esto se desprende que las nuevas organizaciones de partidos (el todo), a diferencia de las internacionales partidarias de antaño, tienen que ser más, mucho más, que la suma de los partidos miembros (las partes).
Al mismo tiempo que cambia el enfoque del todo (hacia el transnacionalismo), las partes (los partidos) también están en pleno proceso transformativo. Ya en 2013, publiqué Otro modelo de partido es posible, y me preguntaba por la supervivencia de los partidos políticos: ¿pueden los actuales modelos de partido ser organizaciones eficientes en la sociedad de hoy? Y José Antonio Gómez Yáñez agregaba en el prólogo: «¿Cómo armonizar la tensión política de estas nuevas generaciones de ciudadanos con estas estructuras burocratizadas? […] ¿cómo compatibilizar una sociedad en cambio acelerado con las formas pautadas por rancios estatutos pensados a primeros del siglo XX?». Sucede que en el mundo prevalece el modelo de partido leninista, centralizado y jerárquico, un ADN cada vez más alejado de la realidad de nuestra sociedad. Jerarquía organizativa, frente a autoridad meritocrática. Centralismo radial, frente a redes distribuidas. Cultura analógica, frente a realidad digital. Modelo vertical, frente a sociedad horizontal…
No obstante, van apareciendo, afortunadamente, algunas nuevas formaciones políticas: plataformas, foros, red, movimientos… Nuevas denominaciones que son también nuevas identidades e identificaciones. Estos modelos de partido, los que van surgiendo y los que obligatoriamente deberán nacer en los próximos años, deben ser mucho más horizontales y abiertos. Sus militantes deben convertirse en activistas, en personas más autónomas y menos autómatas; y sus organigramas, pasar de pirámides jerárquicas a organizaciones red.
La política en la era digital es más compleja. Las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías para transmitir un mensaje atractivo de forma rápida y en red amplifica el abanico de perspectivas comunicativas y de organización. Los roles de poder se transforman, aparecen nuevos liderazgos y las estructuras tradicionales están obligadas a resituarse en este nuevo escenario. La viralidad (y la hiperactividad digital del mundo multipantalla) no solo es un síntoma de la tremenda aceleración de los flujos y los contenidos. Sino que representa que los protocolos, ciclos y procesos de comunicación lineal y secuencial del viejo paradigma emisor-canal-recepetor han sido desbordados y superados.
El ciudadano conectado tiene en la actualidad la capacidad autónoma (pérdida del privilegio exclusivo de partidos y sindicatos) para organizarse y amplificar sus propuestas. Esta realidad ofrece un potencial enorme a la sociedad civil para influir en la política formal. Además, el actual clima de desconfianza general con la clase política y su incapacidad para solucionar los problemas reales que tienen los ciudadanos ha estimulado aún más a la sociedad a utilizar las TIC para vigilar, presionar e influir en la acción política. La política vigilada ha sido el fenómeno reciente más dinámico de respuesta cívica y democrática frente a la parálisis reformadora de la política convencional.
Como veremos, en este nuevo escenario de la sociedad digital, la opinión pública empieza también a construirse de forma distinta y los actores que influyen en ella son más amplios. La opinión pública (la referencia imprescindible para la política demoscópica) ya no es la mediada, ni la publicada. Es la compartida. Un cambio radical de roles, protagonismos. De las jerarquías mediáticas y políticas a la autoridad reputacional y social.
Con estos nuevos modelos de partidos y con el ya vigente paradigma del transnacionalismo, las organizaciones de partidos políticos tienen que adoptar la forma de redes transpartidarias, espacios de coworking político que integren eventos presenciales ―los históricos congresos― y entornos digitales que actúen como ecosistema para el activismo político. Puntos de encuentro abiertos a todas las personas que quieran proponer cambios y crear debate; ya no hay delegaciones de partidos, hay ideas, propuestas, proyectos… Esta es, al menos, la forma a la que ya se están aproximando algunos encuentros internacionales como el Encuentro Latinoamericano Progresista. Este es el camino: de lo inter a lo trans y de lo vertical y territorial a lo horizontal y en red.