De niño escuché que un periodista que se había desplazado desde Quito hacia Loja para hacer algún reportaje dijo que si se estirara la carretera que une las dos ciudades alcanzaría para llegar a la China. En sentido figurado tenía algo de razón, por las numerosas curvas del trayecto. Precisamente, cuando Loja se prepara para celebrar 201 años de Independencia y 473 de Fundación, comparto algo de lo que fue mi periplo y visita recientes a esa metrópoli.
Ir de la capital hasta Loja por la sierra requiere recorrer 670 kilómetros, si uno no se pierde por la pésima o inexistente señalización en largos intervalos; un paisaje sobrecogedor acompaña el trayecto que de norte a sur atraviesa ciudades importantes de Pichincha, Cotopaxi, Tungurahua, Chimborazo, Cañar, Azuay y por fin Loja, luego de cruzar el puente sobre el río León. Conforme avanza el viaje se constata que, por el paso del tiempo y la desidia de autoridades, las vías se deterioran cada vez más en numerosos tramos.
Al filo de la tarde y cuando falta poco para arribar al destino, desde una parte alta se observan las luces de una ciudad que crece sin pausa, cubriendo cual tela luminosa el oscuro verdor de las montañas a esas horas, como lo hacen al alba las gotas de rocío sobre la tierra adormilada. Se respira aliviado al volver a la geografía que a uno lo vio crecer y le dejó indelebles recuerdos.
Falta mejorar el trayecto de la entrada norte, prácticamente desde San Lucas; también las avenidas de los alrededores de la Terminal Terrestre, Zoológico Municipal, Complejo Ferial y Parque Jipiro, que parecen estáticas en el tiempo. Encontré -como siempre- una urbe pujante, gente cálida que no regatea sonrisa ni buen trato, calles limpias, la pintoresca y proverbial Lourdes; plazas, estatuas e iglesias acicaladas, desde El Valle hasta San Sebastián, pasando por San Francisco, el Parque Central y Santo Domingo. Me quedo con sus mejores estampas, y con la certeza de volver muchas veces más.