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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

Guayaquil de mis olores

01 de abril de 2016

Habito Guayaquil, más de la mitad de mi vida; otro tramo lo he hecho en Manabí, mi tierra natal, y en Quito; en Santiago, Buenos Aires, Madrid y París he permanecido diferentes lapsos de tiempo.  Cada una de las mencionadas ciudades tiene encantos y defectos, según el criterio de los que allí viven, relativos al clima,  las carencias urbanas, el tránsito, la delincuencia. Más pobladores que la ciudadanizan como su hábitat tienen vivencias esenciales y seguramente sensoriales.

Así, los que la conocen, dicen que Moscú tiene olor a madera fresca. Afirmo que el centro histórico quiteño huele a esencia de dulces. Y aportaría, además, que la metrópoli bonaerense en domingo muestra aroma de asado. El metro de París tiene olores que los parisinos no perciben, pero sí quienes lo visitan, ciertamente viajeros de nuestras tierras, aunque en primavera, los jardines de María Luisa y de Luxemburgo expiden fulgores aromáticos. La fragancia de Santiago está dada por sus mercados en la Vega central, sus frutos, el mosto de sus viñedos. Madrid escancia madrugadas con perfume del pan  horneado. En mi lar manabita, la tierra húmeda ha sido y es vital efluvio. De allí que estímulos o laceraciones al sentido olfativo, como a todo mortal, me impresionan con mucho vigor.

Que conste, además, que no soy ni remotamente un ecologista delirante que prefiere que pervivan impúdicas ultraexigencias ambientalistas, antes que coexistan los niños y los árboles, en armonía feliz, empero, respeto totalmente los derechos de la naturaleza y me alarma el cambio climático. Por tanto, no sigo las variaciones escolásticas de aquellos ayatolas del ambiente ni tampoco de  extremistas  sometidos al principio burgués del todo o nada. De allí, entonces, que solvento con coherencia y fuerza la recurrente necesidad de que nuestra ‘Perla del Pacífico’ sea tal, una gema preciosa, que tiene, como pocas, atractivos naturales de una belleza sin igual: río, mar, montaña. Y que unos pocos se han empeñado en destruir. Alguna vez escribí sobre la necesidad de cuidar el ambiente natural del puerto, de sembrar flora nativa; de educar en escuelas y universidades la validez de precautelar la tierra, sin artificio ritual alguno, más bien como una necesidad  existencial.

El gobierno de la Revolución Ciudadana desarrolla un proyecto fundamental, ‘Guayaquil ecológico’, que, entre otros fines, tiene el de descontaminar el brazo de mar que la baña; “el Salado que la abraza”, que en la década del cincuenta recibió la primera agresión medioambiental en la edificación de ciudadelas en sus orillas. Antes lo fue con las invasiones, que el populismo ignaro aupó, pero con esfuerzo respetuoso e implícito en el programa de defensa del medio natural ha empezado a resolverse, creando parques lineales trasladando de su borde a comunidades, a casas seguras y servicios compatibles. Pero surgen males y vicisitudes no generadas por la naturaleza. Incumben a entidades encargadas de las concesiones  y empresas privadas que incumplen deberes y omiten con vileza la ley y con impudicia reiterada impiden que el Estero Salado vuelva a ser el de antaño.

Mas, no me he olvidado del tufo que infelizmente, en varios rincones de Guayaquil, nos asfixia. El diario EL TELÉGRAFO, la semana pasada, divulgó los sitios donde la fetidez es indigna intrusa que cohabita en los hogares de miles de familias porteñas que la sufren: Urdesa, Miraflores, Kennedy, Guayacanes, Urdenor, a los que sumaría, Ceibos, Mapasingue. Unas, en su tiempo, joyas de la urbe, donde la mayoría de sus habitantes era de clase media y alta; una parte ha migrado a zonas en la vía Samborondón en busca de días mejores y aire limpio. Aunque la deplorable infraestructura sanitaria existente en muchas de ellas y que las sustentan nos hacen dudar de la eficacia del éxodo. (O)

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