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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Gripe y mechoacán

16 de abril de 2020

Contradictoriamente, en la época de las diferencias, un virus ha unido a la humanidad en un solo deseo mayor: que el letal visitante muera una vez concluido su ciclo, o que se encuentre la cura para la enfermedad, causada por tan ínfima criatura.

En procura de convertir los deseos en realidad, la memoria colectiva se ha activado ya no para recordar hechos políticos o sucesos, sino para recuperar antiguas tradiciones, aplicadas para una de las enfermedades más universales y viejas: la gripe y sus fiebres.

Las recetas medicinales que circulan por todas partes, algunas con suficiente base empírica, recogen desde la tradición de las gárgaras de sal, hasta los vapores de agua con eucalipto. Personalmente recuerdo el agua de flor de moyuyo y la leche caliente con ajo y miel. Conozco muy bien la primera, porque durante toda mi niñez, corrió todo el tiempo dentro de mí, un río amarillo y florido. Cuando era pequeña, pensaba que yo estaba sembrada de lindos moyuyales.

El mismo principio curativo de la sauna, propio de los mayas, se aplicaba en la cultura conocida por la arqueología como Manteña, uno de cuyos señoríos se asentaba en Manabí. Los antiguos manabitas se purgaban con agua de mar y luego sudaban metiéndose a unos hornillos calentados con estufas.

En 1605 un funcionario de la Colonia informaba que los indios de la región sufrían de enfermedades que provocaban calenturas recias y dolores en todo el cuerpo. Las gripes y los catarros eran tratados con derivados de la zarza y el palo santo, del que obtenían una resina, que lograba los efectos de la trementina, con la cual curaban las enfermedades causadas, según decían, por el frío.

Las fiebres eran controladas con purgas de mechoacán, -tal vez la phytolacca decandra- y la cañifístola. Un palo llamado salsifrax era la materia prima para pomadas o postemas con excelentes efectos. También obtenían remedio de venados y consumían agua de bejuco caliente o se trataban con el cogollo de algarrobo.

Tal vez este es un buen momento para que los historiadores pongamos más atención a los usos prácticos y curativos, que se convirtieron en saberes después de una empírea de siglos, realizada por nuestros pueblos originarios, los mismos que pueden nutrir el conocimiento científico, una vez validados por medio de sus métodos. En ese ámbito, el médico e historiador ecuatoriano, Plutarco Naranjo, nos dejó un camino abierto. (O)

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