En un hermoso texto de Roberto Espósito sobre el origen de la política, se remonta muy atrás, en Grecia por supuesto, pero antes del siglo de oro, más bien en la época de Homero. En ese contexto, Espósito se hace eco de dos grandes autoras judías contemporáneas, Simone Weil y Hanna Arendt, y plantea que ellas comparten, de forma sorprendente, la visión acerca de Homero y su noción de la justicia entendida como la imparcialidad y la equidad del poeta heleno ante los dos pueblos adversarios, que unifica en la misma dignidad a vencedores y vencidos. En efecto, Arendt dice: “La búsqueda desinteresada de la verdad tiene una larga historia (…) creo que se puede remontar al momento en que Homero decidió cantar las hazañas de los troyanos tanto como las de los aqueos, y exaltar la gloria de Héctor, el enemigo derrotado, tanto como la gloria de Aquiles, el héroe del pueblo al que el poeta pertenecía. Eso no había ocurrido antes” (Truth and Politics).
A partir de aquí podemos decir que Grecia se convierte en un epicentro de ideas, cultura y prácticas políticas que han trascendido hasta formar este sentido de lo clásico, y entre el mythos y el logos se desarrolla aquello que ha sido denominado “el legado más grandioso que nuestro mundo conoce”; y no es exagerado decirlo, estas tierras no solo fueron la cuna de la democracia, sino de la filosofía, la historia, la medicina, la poesía, la comedia, la tragedia, la arquitectura. Y todo esto, a decir de Peter Watson, estuvo basado en el hecho de que surgió una concepción nueva de la vida humana y de para qué está hecha la mente. Desde una orilla opuesta, se dirá que fue gracias al trabajo de los esclavos que un reducido grupo de hombres pudo dedicarse al ocio. Cierto, pero qué duda cabe de que este ocio dio sus frutos.
En la esfera política concretamente, frente a dureza de las leyes de Dracón, los atenienses tomaron la decisión de nombrar un tirano como mediador, aunque esta palabra no tenía el significado peyorativo de hoy, sino que era el sinónimo de ‘jefe’ que surgía tras una guerra. Solón fue uno de ellos y decidió, como su primera medida, abolir la esclavitud por deudas, prohibió la exportación de productos agrícolas para que no pase hambre el pueblo y finalmente cambió la Constitución. Pero antes Atenas ya había estado gobernada por un sistema tripartito de nueve arcontes, luego el consejo de los mejores hombres, y por último la asamblea popular. Solón amplió la participación de la asamblea y redujo los requisitos para ser elegido arconte, ellos no podían ser reelegidos y debían rendir cuentas de su gestión.
Clístenes profundizó más la democracia, y en la época de Pericles, el siglo de oro ateniense, el poder de la asamblea era supremo, cualquier ciudadano podía pronunciarse y realizar propuestas. Para hacer viable el funcionamiento de la asamblea se nombró un consejo integrado por quinientos ciudadanos, la boule, quienes eran seleccionados al azar, no se elegían para evitar que surja una identidad corporativa que pudiera corromper la asamblea.
Todos estos antecedentes desafían al Gobierno griego actual, que ha empezado a tomar medidas tan trascendentales como las de Solón o Pericles en su momento, para restaurar una democracia, aunque más representativa y menos participativa que la democracia ateniense como la que hemos descrito, esperemos que mucho más incluyente. Para ello tienen a su haber toda esta magnífica tradición.