En junio de 1964, en el “Barrio Universitario” de la chilena ciudad de Concepción y convocado por su alma máter, se celebró el “Encuentro de escritores universitarios de Latinoamérica”, que permitió reunir a una pléyade de ilustres pensadores muy conocidos en todo el continente, con la novísima generación de literatos, algunos de los cuales alcanzarían en unos cuantos años la consagración definitiva.
Recuerdo entre los más conspicuos concurrentes al argentino Raúl Larra, al cubano Fernández Retamar, a los novelistas chilenos Manuel Rojas y Nicomedes Guzmán, los peruanos José Miguel Oviedo y Antonio Cisneros; de México, Carlos Fuentes; por el Ecuador nos representaron personajes de la talla de Pedro Jorge Vera, Manuel Medina Castro y Eugenia Viteri; y junto a ellos -y muchos más- nosotros, tímidos lobeznos que no nos atrevíamos a mostrar los dientes, pero que seguíamos con mucha atención las deliberaciones del cónclave inaugurado por el ilustre rector doctor Enríquez.
Dos corrientes ideológicas marcaron las doctas controversias de esa convención literaria: la primera, esgrimida por la mayoría, que se resumía en la posición y el compromiso del creador frente a su época histórica; y una segunda, minoritaria, que solventaba la responsabilidad del autor solamente con su obra. Empero, la tonalidad apasionada de las opciones vertidas por unos y por otros, y las inútiles fatuidades de unos pocos empantanaron el debate y pudieron condenar al fracaso la luminosa iniciativa del prestigioso Centro de Estudios Superior del Sur de Chile.
Y entonces apareció una figura providencial, Gonzalo Rojas, y sus poemas, aquella poesía, que tenía una dualidad paternal eran hijos con iguales derechos de “la sanguínea y la imaginaria “pensadas y realizadas en forma lentiforme”, por “un poeta inconcluso”-según él mismo admitía-, pero que mostraba y muestra el suave tono de una dialéctica poética, que con singular maestría posibilita transitar por sendas donde la telúrica tiene su espacio y, con igual garantía, la erótica se desarrolla, inmersas ambas en un plácido a veces tumultuoso mar de lenguaje revelado para vivirlo siempre.
El pasado 25 de abril, Gonzalo Rojas entregó su espíritu a la tierra chilena. El hijo del minero, el convencido luchador por el socialismo, el bardo vanguardista, el rapsoda premiado y coronado por reyes y presidentes, el representante diplomático del gobierno popular de Salvador Allende, en fin, el hombre, ha fallecido como quiso y lo soñó: en silencio, en paz y con los suyos, amortajado en sus versos inmortales. “¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios, la luz terrible de la vida /o la luz de la muerte?”.