Mientras las sociedades modernas caminan hacia un estado de bienestar adhiriendo cada vez con más fuerza a la democracia participativa para protagonizar las grandes transformaciones que reclaman las mayorías para la solución de sus problemas y carencias, el Departamento de Estado, en contubernio con los sectores más reaccionarios de algunos países de nuestra región, vienen haciendo un trabajo de hormiga para desestabilizar a los regímenes progresistas y revolucionarios como el nuestro.
El golpe de Estado en Paraguay fue la culminación de todo un proceso perverso gestado con antelación, que solo esperaba la ocasión más oportuna para su consumación.
Un lamentable hecho policial, en cumplimiento de una orden judicial para la recuperación de tierras invadidas por campesinos, fue directamente responsabilizado al presidente Fernando Lugo, como si él hubiese apretado el gatillo y provocado las muertes de civiles y policías. De nada valió el principio de la delegación de funciones, en virtud del cual cada quien asume su responsabilidad, en este caso los jefes policiales que renunciaron a sus funciones por disposición presidencial. La macabra conjura estaba en marcha y este pretexto fue aprovechado por la jauría opositora de la Legislatura guaraní, aupada por golpistas como Duarte y Oviedo, dos ex mandatarios de la oligarquía, repudiados por la voluntad popular, dispuestos a todo con tal de recuperar sus canonjías.
Lugo sufrió desde el inicio de su gestión la irracional oposición de todos los sectores de la politiquería reaccionaria, incluido el vicepresidente Federico Franco que se convirtió en su mayor detractor. A pesar de ello, puso en marcha su programa de gobierno caracterizado por importantes y radicales cambios en las relaciones de producción y en el reconocimiento de derechos para las grandes mayorías paraguayas esperanzadas en que por fin les llegó la hora de acceder al ejercicio de sus irrenunciables garantías.
Con una velocidad increíble, en un país donde todo se mueve a paso de tortuga, los legisladores complotados agotaron un procedimiento sumarísimo para en menos de 24 horas destituir al Presidente de la República del Paraguay, elegido por una impresionante mayoría nacional, con una enorme legitimidad ante el pueblo por su consecuencia y fidelidad con el programa de gobierno que propuso a su nación. Tan lentos son los paraguayos que a los cuatro días del audaz golpe, recién comienzan a organizar la resistencia pop
ular con miras a recuperar el poder a favor de su legítimo mandatario.
La Unasur extrema su gestión para revertir esta brutal canallada contra una auténtica democracia. La OEA tiene en su seno gérmenes golpistas que la vuelven inoperante. Será la organización ciudadana de ese hermano país, con el apoyo de los revolucionarios de la región, la que derrote a los usurpadores hasta que en nuestra América decidan los pueblos y no las élites corruptas, apoyadas por el expansionismo saqueador imperialista.