Por donde se lo mire, lo ocurrido en Bolivia es un golpe de Estado. Es inentendible el por qué de la discusión al respecto. Es un golpe, casi a la vieja usanza, avalado por la Casa Blanca y todo. Como en los tiempos de Henry Kissinger, que regaba “nuestros hijos de puta” (inspirado en Augusto Pinochet) por todo el patio trasero. Una muestra palpable de la crisis de las democracias en la región.
Ahora, en lo que respecta al fatídico desenlace en Bolivia, a la caída de un gobierno que tenía para mostrar muchos logros en lo social y económico de un país rico, pero históricamente empobrecido, hubo por lo menos un error de cálculo de Morales.
Su primer fallo fue desconocer el referéndum en el año 2016 que le había dicho que no a la reelección. En ese momento, él, Alvaro García Linera y su equipo, analizaron: Si el hermano Hugo Chávez lo hizo, ¿por qué nosotros no? Y siguieron adelante.
Intentaron la perpetuación, porque no querían que les pasara lo que al “hermano” Rafael Correa, y mucho menos respetar el ascenso de un neoliberal como ocurrió en Argentina, con Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri.
Y es que los personajes como el todavía presidente argentino, tan vinculados a la “nada” misma, no abundan en la región. Entonces, no fue Chávez ni Correa, fue un Evo auténtico acorralado por hordas de neonazis que salieron a quemarlo todo. Y ahí están las consecuencias.
El exilio para él y un país en llamas, con los militares de marionetistas oficiales de la complicada vida política. Un primer experimento que abona la teoría de no pocos brasileños que creen que los uniformes dirimirán la contienda entre el liderazgo popular de Lula y el neofascismo de Jair Bolsonaro.
Son días oscuros en Sudamérica. Focos de conflicto en Chile y Ecuador, Venezuela y su crisis humanitaria, con Argentina en stand by, en virtud del resultado electoral, y próximamente con manifestaciones en Colombia.
Un oscuro panorama, mientras el monstruo del golpismo resucita en la región. (O)