Días atrás, el Legislativo aprobó reformas a la Ley Orgánica de Educación Superior (LOES). Varias voces pensaron en voz alta frente a este hecho; por citar: a) Don Augusto Barrera, Senescyt: un cuerpo legal construido fruto del consenso con los actores del sistema de educación superior; y, b) Don Carlos Larreátegui, UDLA: conveniente agradecer la predisposición y apertura encontrada en personal de la Comisión de Educación del Legislativo. Aún se debe esperar la sanción –parcial o total– del Ejecutivo, de este considerar realizarlo, para que la LOES sea reformada. Sin embargo hubo un pedido público de Doña Dallyana Passailaigue: “Esperamos que el Ejecutivo sea respetuoso con este trabajo consensuado con todos los actores del Sistema (…)”. En suma, más allá de la decisión que tome el presidente Moreno en esta materia, hay una certeza: la educación superior ecuatoriana toma otro rumbo; calidad, pertinencia, permeabilidad, equidad y autonomía.
Ciertamente, aspectos como la sensibilidad tenida desde el Estado Central para establecer un sistema de admisión que evalúe más cercanamente (méritos + otras variables) a quienes desean ingresar al sistema, permitiendo la elección deliberada plena de estos de la carrera a seguir, todo ello en aras de lograr mayor inclusión; es loable. No obstante surge un elemento clave pero poco abordado en la reflexión realizada hasta ahora: “índice de eficiencia terminal”, entendido como el éxito de quienes ingresan al sistema (sin desertar o culminar tardíamente).
Ahora bien, hay un riesgo de que la efectividad de abrir el abanico para que nuestros jóvenes ingresen al sistema a seguir la carrera de su preferencia sea marginal, si se inobserva el índice de eficiencia terminal (tendencia a la baja). Es propicio que actores del sistema se enfoquen en reducir el nivel de riesgo. Una pista (Banco Mundial, 2017): las condiciones de entrada de nuestros bachilleres (nivel de conocimiento y condición socioeconómica). (O)