El linchamiento de Omar Gadafi por mano de mercenarios libios –me cuesta mucho llamarlos rebeldes– confirma el fin del derecho internacional penal.
No se trata del hallazgo de una guarida o escondite comparable con la de las ratas para cierta prensa, sino del cómo una persona por culpable que sea puede ser objeto del peor de los vejámenes ante la parsimonia de la comunidad internacional, la misma que demandó de Gadafi el respeto a los derechos humanos y en nombre de ellos han invadido otras naciones y asesinado a muchas personas.
El papel del derecho es precisamente también evitar que se consuman este tipo de actos. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad internacional construyó un escenario para condenar los crímenes contra la humanidad, evitando que los juzgamientos lleguen a planos degradantes como la muerte de Mussolini, colgado públicamente después de haber sido fusilado junto a su mujer y colaboradores.
Sin embargo, la consolidación del derecho internacional penal es incierta. Desde los tribunales de Núremberg de 1945 hasta la creación de la Corte Penal Internacional de La Haya en 1998, han sido pocos los gobernantes juzgados.
La mayoría de los casos escapa del control del derecho internacional, al crearse por el contrario tribunales ad hoc en sus propios países, cuyas sentencias terminan siempre con la ejecución del condenado, como en los procesos contra Ceaucescu, en Rumania, o Sadam Hussein, en Irak.
La tortura y ejecución extrajudicial de Gadafi no sólo fue provocada por unos cuantos “rebeldes”; también fue habilitada por la vista gorda de la OTAN, la gran policía internacional que a veces deja hacer y pasar los exabruptos de sus ayudados humanitariamente.
Las decisiones de la OTAN son hegemónicamente dirigidas por El Pentágono, desde donde se autorizó también –a pesar de haber sido localizado para una inminente detención tal como Gadafi– la pena de muerte sin juicio de Osama Bin Laden.
El socavamiento de una autoridad jurídica internacional confirma la autoridad planetaria de la guerra, llevada a cabo mediante intervenciones militares vestidas de “ayudas humanitarias”, provocadas por los países más desarrollados para neutralizar –eliminar–, por acción u omisión, al enemigo. Si es la guerra –vendida así también mediáticamente– lo que determina las reglas de juego, comencemos entonces a arrastrar del carro de Aquiles el cadáver del derecho internacional penal.