Esta radiografía existencial es un cúmulo de ideas y preceptos, y, a la vez, de realidades internas. Gabriela Mistral era dulce e inflexible. Creadora y luchadora. Reservada y henchida de alegría por la sonrisa inicial de sus alumnas.
Una mujer “hecha rudamente, a cincel, tallada de precipicios” a decir de Volodia Teitelboim.
Muchas cosas se han dicho de su intimidad, llegando, incluso, al extremo de especular su preferencia sexual. Como si eso importara a la hora de deslumbrarnos con el trazo perfecto de su adjetivación, o de asombrarnos por ese estilo inconfundible que aportó positivamente a la literatura hispanoamericana, al igual que Juana de lbarbourou y Alfonsina Storne. Es que así son esos enormes personajes que sobrepasan el umbral de la perennidad, sin inmutarse por la infamia que refleja la mediocridad de los vencidos. Gabriela fue brillante, pese a esa infranqueable oscuridad que le envolvieron sus días y su complicado temperamento. “Si no soy más que una pobre mujer que ha padecido, que enseña niñas y que suele hacer un mal verso cada año. Cuando no enseño, leo: me interesa más el alma de los otros que la mía, cuya monotonía me ha fatigado”.
Es que a través de la lírica se internó en “el alma de los otros”, aunque, también, expuso sus demonios, temores y anhelos. Paulatinamente, hizo del acto de escribir un hechizo para paliar el sufrimiento de los días interminables, en donde las ausencias fueron parte de su realidad. Por eso, el día y la noche fueron el tiempo propicio para desentrañar con esas imágenes inconfundibles todos los rinconcitos del globo terráqueo. Ella -que recibió de su país natal, en 1951, el Premio Nacional de Literatura- tuvo una fuerte expresión de apego a la sinceridad que solo brinda la niñez. La escritura se convirtió en un ritual imparable. Mujer henchida de introspectivo canto que aún palpita en una especie de ofrenda al género femenino. En su melodía se desprende el anticipo a la separación definitiva, advirtiendo una enorme fuerza espiritual. “Te acostaré en la tierra soleada/ con una dulcedumbre de madre/ para el niño dormido/ y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna,/ para tocar tu cuerpo de niño dolorido./ Malas manos tocaron tu vida desde el día/ en que, a una señal de astros, yo dejé su plantel nevado de azucenas. En gozo florecía./ Malas manos entraron trágicamente en él./ Y yo le dije a Dios: Por las sendas mortales le llevan ¡Sombra amada que no sabe guiar!/ Arráncalo, Señor, a esas manos fatales/ o le hundes en el hondo sueño que le sabes dar”.
Murió en Estados Unidos, tras un intenso peregrinaje, el 10 de enero de 1957. Hoy queda su rima exquisita, el fruto de la angustia y el temblor de su poesía; “Guedejas de nieblas/ sin dorso y cerviz,/ alientos dormidos/ me los vi seguir,/ y en años errantes/ volverse país,/ y en país sin nombre/ me voy a morir”.