En Ecuador, el laicismo ha fracasado; lo digo categóricamente. Una simple observación de mi entorno lo confirma. Detrás de toda posición ética, sosteniendo su andamiaje explicativo se encuentra en primer lugar la religión, luego la ideología, y finalmente la mera costumbre irreflexiva.
La razón y la libertad fueron descartadas como las bases fundantes de la acción social. La última Constitución, ese canto a la vida, comienza invocando ni más ni menos que a Dios.
Somos herederos y reproductores de una sociedad confesional, que expresa el destino político de un pueblo en una estructura estatal reaccionaria que avala, a pesar de sus supuestos intentos por transformarlas, las severas inequidades sociales y los elementos racistas, xenófobos y patriarcales; y a pesar de aquello, seguimos persiguiendo aquellos viejos futuros que se soñaron para transformar el destino de nuestros pueblos, desde el sufrimiento y la valentía popular, como el Buen Vivir.
Nuestra política bien podría ser calificada de realismo paradójico. Y en este escenario ¿es posible el libre pensamiento? Es sumamente difícil. Si miramos cómo se constituyen las reflexiones teóricas sobre el Buen Vivir, retornan en muchos casos a una raíz religiosa, aunque de otro tipo, pero religiosa al fin y al cabo. En esas cosmovisiones, la libertad y la razón siguen supeditadas a la voluntad religiosa. Charlatanismos.
Con razón José Sánchez Parga se reía de los sacerdotes del pachamamismo. Y conviene siempre recordar que la palabra laico proviene del griego que significa “popular”. Propugnar el uso de la razón y de la libertad significa fomentar con rigor el laicismo y la educación laica (que es un pilar de la modernidad); es decir, el cultivo del pensamiento libre e independiente de cualquier mirada religiosa, incluyendo, ciertamente, la religión del dinero, del crédito (Agamben). (O)