Nos quedamos -una buena parte de la raza humana, casi todos nosotros- en las formas. ¡Definitivamente! Y para ilustrarlo, me voy a referir a una situación de alto interés mundial.
Para quienes somos parte de la Iglesia Católica, hace más de 40 días hemos estado viviendo el tiempo de cuaresma, y ya hemos empezado -ayer- con el inicio de la Semana Santa, o también llamada Semana Mayor (el camino al calvario, la muerte, crucifixión y resurrección de Jesús, el hijo único de Dios). Uno de los dos tiempos más importantes para la vida del creyente; el otro tiempo al que me refiero es el de la Navidad (nacimiento de Jesús).
La prensa ecuatoriana, en general, dio a conocer lo que ocurrió ayer, domingo, con el inicio de la Semana Santa: el Domingo de Ramos, y esto es: varias Iglesias con alta concurrencia de feligreses, afuera de las mismas comerciantes vendiendo ramos y artículos religiosos. Razonablemente comprensible que esto haya ocurrido luego de cerca de dos años donde se restringió la movilidad de la gente y con ello la dificultad y, en el peor de los casos la imposibilidad de realizar las actividades espirituales propias de dicho tiempo; y todo producto de la pandemia de la COVID-19. Pero, como un pobre seguidor de Jesús, creo que tal desgracia ocurrió con un propósito que solo Dios conoce.
Ahora bien, he aseverado, y lo sostengo, que nos quedamos en las formas, en virtud de que hoy lo viví, y, a más de lo que he visto en medios de comunicación, al parecer es el común denominador. Desde luego, no busco generalizar. De ninguna manera. Pero, de nuevo: la mayoría caemos, lamentablemente. Demos un vistazo a dos casos. El primero: en la Iglesia que acudí (una iglesia importante, tanto por su tamaño así como por su ubicación), fui con media hora de anticipación, ya que imaginaba que la concurrencia sería alta, y no me equivoqué. Me quedé a pocos metros de la entrada del templo. Cada vez llegaban más personas, previamente compraban un ramo a quienes vendían y estaban ubicados en los alrededores de esa Iglesia, aunque otras personas llegaban ya con ramo en mano. A medida que avanzaba el tiempo, y la Eucaristía llegaba a los 50 minutos de duración, las personas se acumulaban, y se notaba movimiento. Resulta ser que había llegado el momento que el sacerdote celebrante imparta la bendición a los ramos y, acto seguido, proceda a rociar agua bendita a los mismos. Luego de tal, una gran parte de las personas se iban retirando del lugar. El templo quedó casi vacío. El sacerdote celebrante regresó al altar y dijo: “No se vayan. No ha terminado la Misa. Falta la bendición”. Sin embargo, ya las personas se habían ido. ¿Nos quedamos en las formas? ¿Reducimos el Domingo de Ramos en la ida al Templo para traer a la casa el ramo? Pero, ¿Dónde quedó interiorizar el sentido del inicio de la Semana Mayor? ¿Sirvió de algo los cuarenta días del tiempo de cuaresma, para reflexionar en el perdón y el arrepentimiento? Lo dudo.
El segundo caso, y dentro de la misma Iglesia a la que acudí: cerca de tres sacerdotes están asignados para el servicio de la feligresía. No obstante, la columna para confesarse llegaba al punto de poderse comparar con aquella fila que se realiza en algún cine para comprar el ticket y ver la película que se estrena ese dia ¿Hay predisposición a ayudar en todo, y no solamente en lo que “me agrada”? Lo digo en razón de que, en algún punto de mi vida tuve un amigo sacerdote (ya no está con nosotros), y me decía que la administración del sacramento de la penitencia, de la reconciliación o de la confesión es una labor compleja, que demanda de sacrificio, de entrega, y que es una de las muestras de quienes tienen madera para servir a Dios desde el sacerdocio; peor que hay hermanos (decía él) que le huyen a realizar esa tarea, que “se sacan la vuelta”, que “no les gusta confesar” porque es cansado, y algunos otros que, cuando alguien que necesita de una orientación y de paz en su conciencia los busca o se los topa en un determinado Centro de Salud o en una puntual Iglesia, ellos se niegan o ponen más de una excusa. ¿Nos quedamos en las formas? ¿De qué sirve que su ornamentación esté limpia y planchada, si lo que es más importante: ellos, siendo instrumentos para acercarnos a Dios, se tornan lejanos? ¿Costaba mucho retrasar un poco las actividades para atender a quienes estaban en la columna para confesarse? ¿Y qué ocurre si, al existir muchas personas y tan solo un sacerdote atendiendo, el penitente desiste de arrepentirse y abandona la fila? Un alma con carga que, irá por la vida desquitándose involuntaria o voluntariamente dado que buscó auxilio pero no lo encontró, ya que, del otro lado, quien está llamado a ser puente entre Dios y los hombres, o no tuvo sensibilidad o simplemente está ahí para recibir una remuneración mensual y ya.
Cada año conmemoramos lo que Jesús vive: el haber sido presentado como Rey de los Judíos por un pueblo que, contradictoriamente, después exigió su crucificción; su sufrimiento, su muerte y su resurección. Sí, lo que Jesús vive, cada Eucaristía, el sacrificio de la Misa, es una vivencia de esos momentos, los cuales no se quedan en las formas (el ramo, el santo, la vela, el dolor del padecimiento cruel e inimaginable en su real magnitud), sino que va al fondo: la resurrección, la destrucción de la muerte y la victoria con la vida eterna. Este hecho divino, inexplicable humanamente hablando, sin precedentes, este misterio divino y humano, también puede verse en la vida cotidiana: cuando tenemos “un gramo” de poder (el que fuere: el estatal, el privado o el comunitario) y vemos a ese Jesús con dolor, que ya no puede con la carga de una cruz pesada, que ya está por desmayarse, y nosotros “miramos para otro lado”, o, en el mejor de los casos, exclamamos: pobre (fulanito, sutanito), ojalá las cosas mejoren; decimos. Ahí, entonces, nos quedamos en las formas. Cuando podemos hacer algo pero únicamente movemos “un dedo” si es para nuestros conocidos, nuestros seres queridos o para “la gallada”. En ese momento, todo lo que hemos hecho (ir a todas las actividades de la Semana Santa, el tener el ramo en la casa, el ser devoto de un(a) determinado(a) Santo(a), el recibir a Jesús en la hostia consagrada cada domingo…) solo serán acciones que no dieron fruto y, por tanto, se quedó todo en las formas.
Que estos días que, por gracia divina hemos tenido vida para vivirlos, podamos reflexionar y, ojalá, sea el momento de dar ese paso, de las formas al fondo. Hay quienes la están pasando mal, y nos necesitan, más que de dinero, de nuestro propio contingente, de que mostremos preocupación auténtica, de que seamos esas almas generosas que les ayudemos con la carga. Las formas no compran el cielo. Sí, no lo compran. Formas representadas en las miradas y la vanidad: usar una cuenta de Twitter o de Facebook para tomar la foto al ramo, o “sacarme” una selfie y decir: “Aquí siendo “buen” cristiano(a)”.