Me encantan las maquetas miniaturas de cocinas antiguas o las que se cuelgan en las paredes y reproducen aventadores, ollas de barro, cocinas de carbón, cedazos de crin de caballo, piedras de moler, morteros, pailas de bronce, cucharas de palo, canastas de carrizo.
Es muy grato evocar los trastes y las texturas. Y más aún acordarnos también de los sabores de comidas que no hemos probado desde hace mucho tiempo, como el cariucho, el chapo, la máchica traposa, la timbushca o el puchero. ¿Pero por qué será que al cocinar ahora evocamos esas cocinas de antaño? Seguramente porque se nos vienen los olores y sabores de nuestra infancia feliz. Nos acordamos de la familia, de las costumbres. La nostalgia evocada por los aromas de los alimentos nos traen de regreso al calor humano, al afecto, al hecho de que somos la continuidad de maneras de ser y de vivir.
Hemos cambiado mucho en nuestros hábitos culinarios tanto en lo que se refiere a utensilios como a insumos y formas de preparar alimentos. Ahora tenemos asistentes de cocina y todo tipo de aparatos que nos facilitan la vida; además, hemos añadido muchos y nuevos ingredientes a la dieta. Nuestro vocabulario sobre formas de cocinar también ha cambiado. Antes se “paraba” la olla, se hervía o se freía, ahora debemos usar toda una gama de sofisticados términos, a lo que se refieren los programas de TV, como escaldar, brasear, blanquear, clarificar, flamear.
Las mujeres actuales no requieren cuadernos heredados de sus madres para tener recetas ni libros manchados que pierden sus hojas mientras los usamos. Les basta con ir al celular para encontrar variadas formas de preparar alimentos, con recetas que no aluden a una “pizca” o a un “manojo”, mientras disfrutan de una deliciosas variedad de infusiones llenas de sabores y aromas. Igual toman ñachag y horchata, como Bencha y Earl Gray.
La cocina actual es un lugar abierto que propicia el encuentro. Es un lugar lleno de luz y bullicioso en el que la familia comparte y pasa mucho tiempo. La preparación e ingesta de los alimentos sea hace de manera más fácil. Nuestros sabores actuales tienen –casi– una gama infinita.
¿Y por qué nos habremos puesto nostálgicas? Porque disfrutar de las añoranzas nos ayuda a encontrar significado a nuestras vidas, pues nos permite volver a experiencias pasadas de felicidad y alegría que apuntalan nuestras percepciones del presente. Los aromas y sabores de antaño, que de repente nos sorprenden mientras cocinamos, provocan recuerdos del espacio íntimo de nuestro hogar natal; nos traen pensamientos, sentimientos, imágenes de momentos por los que tenemos nostalgia y que nos encantaría reproducirlos.
En los días, semanas y meses de distanciamiento y peligro que tenemos por delante, cuando un recuerdo feliz aparece al azar en nuestra mente, no lo descartaremos como si fuera una distracción trivial. Conservar el recuerdo y disfrutarlo nos proporciona un escape temporal hacia un pasado más sencillo y, lo que es más importante, nos ayuda a afrontar un presente complejo e incierto. Las memorias gratas apoyan nuestra autoestima, nos dan optimismo, nos permiten conectarnos de nuevo con nuestra familia. Así medimos el tiempo y el progreso de nuestras vidas y así encontramos significado para nuestra precaria vida actual. Al fin y al cabo hablar de “fogón” y “hogar”, que tienen el mismo origen y significado, nos remiten a un lugar seguro.