Hace algunos años fui una empresaria medianamente exitosa, tenía sueños que compartía con quienes, creía yo, que en ese momento eran mis colaboradores y aliados.
Al denunciar abuso de confianza, un fiscal archivó la causa, porque “no hay abuso cuando hay exceso de confianza”. La otra fiscal ocultó un peritaje de cuentas que demostraba cómo, sin un poder legalizado, cuatro de mis excolaboradores traspasaron mi dinero a sus cuentas, formaron una compañía y declararon ser dueños de más de $ 400.000 en mercadería que me pertenecía. Ningún fiscal les pidió que demuestren el origen de esa mercadería, ni del dinero depositado en sus cuentas bancarias ni cómo pudieron pasar de saldos de $ 11 a saldos de cientos de miles de dólares.
Ningún fiscal les preguntó por qué sus declaraciones de rentas anteriores eran cero.
Los fiscales de la provincia de Tungurahua, casi en su conjunto, se constituyeron en mis verdugos, conocí el desprecio, el desprestigio y el circo.
Y para justificar sus aberraciones jurídicas, me asignaron una orientación sexual que se dieron el lujo de colocar en un pizarrón público.
Para mí no hay sorteos: cinco de mis denuncias han sido conocidas por un mismo fiscal, todas desestimadas, él es quien hoy sigue la causa en mi contra.
Seis de mis denuncias fueron conocidas por un mismo juez penal, quien ordenó y orquestó mi detención, sin boleta, en octubre de 2017 y me vejó como quiso: armó un operativo policial y fui sacada del interior de Futgol, conducida a rastras a un patrullero y llevada a la UPC donde me detuvieron como por cinco horas, hasta que me indicaron que era libre de irme.
Amanecí en el Hospital Regional de Ambato porque mi cuerpo no resistió el maltrato al que fui sometida.
No hay validez si es una mujer quien los enfrenta, si esa mujer se opone a la mediocridad, indolencia y tráfico de influencias. Lo mío es discrimen y delito de odio. De eso acuso a mis verdugos, a los que les recuerdo que son jueces y fiscales. No semidioses. (O)