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El Telégrafo
Guido Calderón

Finados y Halloween

01 de noviembre de 2015

Nuestras culturas ancestrales practican ritos que no siempre son compartidos por las nuevas generaciones que tienen un tratamiento más aséptico de la muerte. En la cosmovisión occidental, el que se murió se quedó, ya no avanza más con nosotros, nos dejó. Incluso una recomendación de los sicólogos es que a los muertos “hay que dejarlos ir”, es decir, rehacer nuestras vidas, liberándonos de las dependencias emocionales que los difuntos generaron en nosotros, lo cual es más fácil decirlo que hacerlo, en especial cuando aún teníamos expectativas de vivir y compartir con quien inesperadamente nos abandona.

Con los ancianos es más aceptable su partida porque nos dan tiempo para ‘prepararnos’, pero aun así el dolor de su partida, y peor, el verlos sufrir enfermedades que los desgastan hasta pedir la muerte como solución a su sufrimiento, hace que verlos partir lo consideremos no siempre justo por parte de la vida y del dios al cual oramos.

Y es que gracias a nuestros muertos es que existimos, somos y tenemos, por lo que es normal que sobrevivan costumbres con las cuales les rendimos tributo, admiración, respeto, enviamos señales de que recordamos a los que se fueron o que preparamos el camino para reunirnos con los que se ‘adelantaron’, que es como lo ven y sienten las culturas ancestrales.

Flores junto a una lápida o comida sobre una tumba nos diferencian, pero ambos implican ‘compartir’ algo con los que murieron, así se hace desde hace siglos y fueron los celtas quienes dejaron en Europa la costumbre de compartir la cosecha con los muertos, ya que ellos también ayudaron a lograrla. Claro que al momento de compartir se abren las puertas del inframundo y eso da espacio para que los malos espíritus, demonios y más seres malignos ingresen por un día y una noche a nuestro mundo y para evitar que nos hagan daño, los confundimos disfrazándonos nosotros de monstruos y haciéndoles creer que no estamos vivos, así nació la fiesta de Halloween, palabra en la cual aún no hay acuerdo sobre sus raíces fonéticas y que los norteamericanos la difunden como un festejo propio, al haber sido introducido por los colonos.

El compartir lo que se tiene con los que murieron, sea que se quedaron o adelantaron, es el espíritu de los finados, pero también con los vivos, por ello es que en estas fechas siempre en mi casa recibo colada morada y guaguas de pan de algún familiar o amigo, también enseñamos cómo hacer pan a los niños y a las niñas, recuperamos los sabores de las abuelas que murieron, algunos muy extraños para los  jóvenes, como el relleno de queso con cebolla blanca frita en aceite con achiote o el queso lampreado con panela.

Después participamos de la fiesta de disfraces infantil o en la discoteca. De todas formas, recordar -lo que significa dar tributo- a los muertos se hace con comida,  llantos, flores, vistiéndonos de negro, disfrazándonos de brujas y un sinfín de expresiones en las cuales queremos creer, porque el creer es una elección, una decisión. Nadie nos dice en qué debemos creer, y menos en temas tan profundos, como entender y conmemorar la muerte. (O)

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