En junio hay fiesta en el aire. El 21 es la hora del solsticio (sol quieto, en latín). Nuestros antepasados empezaron a leer la inmensa cartografía de las estrellas antes de escribir en la arena. Desde todos los confines, subidos en montes y atalayas, los antiguos astrónomos, quienes también eran magos, descubrieron la ruta de las constelaciones y calcularon, con sorprendente exactitud, el calendario de los solsticios y equinoccios.
Estas destrezas se tradujeron a la hora de la siembra y la cosecha, cuando, después de ser nómadas, pasaron a aprovechar la agricultura. Una época importante fue el solsticio de junio -a Imbabura, por estar en el hemisferio norte, le corresponde el solsticio de verano- donde el agradecimiento a la Madre Tierra por los dones recibidos aún pervive en una fiesta que, aunque tiene muchos nombres, posee un símbolo: la fecundidad.
Esta celebración solar no es exclusiva de los incas, como parece que creen quienes alientan esas reminiscencias olvidando que los caranquis, señorío étnico que construyó más de 5.000 tolas desde el Valle del Chota a Guayllabamba, poblaron estas tierras del 500 al 1500 de N.E., antes de las sucesivas invasiones de los cusqueños y españoles, en el siglo XVI. De allí que el término Inti Raymi, por lo demás declarado patrimonio en Perú, acaso no sea el mejor nombre para estas festividades que, para Imbabura, implican las deidades del tutelar monte Imbabura, dador de agua, así como cascadas, vertientes, ríos y árboles.
Obviamente, una fiesta no es estática y con la llegada de los nuevos dioses católicos, estos se incorporaron incluso con sus propios santos. Los así llamados sanjuanes han enriquecido con sus particularidades. La fiesta del solsticio, además, es un ritual donde se evidencia la transformación de estas sociedades microrregionales, no exentas de principios de reciprocidad y redistribución.
Sin embargo, en lo profundo del Jatun Puncha, como también se llama, sobrevive uno de los elementos que modificaron la historia de la humanidad: el fuego. No es descabellado dar un nombre: Nina Raymi, Fiesta del Fuego, después de todo aún las hogueras se encienden, entre el olor de la pólvora de los castillos mientras los danzantes suben y bajan colinas. Para volver a los orígenes no hay que olvidar que los antiquísimos pueblos encendían hogueras interminables para pedir al Sol que no se alejara del firmamento y, como todos los años, volviera para que germine la vida, en el eterno ciclo que va de las cenizas, con la quema de los rastrojos, a la semilla que, para el caso de los caranquis, era y sigue siendo el maíz.