Ese día aciago en una tarde terrible me llama mi amigo Juan Manuel Bermúdez y me dice que han atentado contra la vida de Fernando Villavicencio; que escuche la radio. Está hablando Pablo Orellana que dirije la gestión periodística de la campaña de Villavicencio.
La noticia era atroz, infame, dolorosa. Han matado a Fernando y su sangre se está derramando en todas las calles y esquinas de la patria. Espanto. Dolor. Así es experimentar el horror de la situación. Inaudito. Increíble. Indolente. Murió tal como vivió: luchando, liderando a un pueblo oprimido, denunciando la corrupción y los corruptos.
Una noche larga y oscura cayó sobre la patria. Vivió tan poco Fernando, esa es la verdad. Fue temerario y esa era una virtud suya. Villavicencio no era un cualquiera pero cualquiera no lo mató. Ahora, después de su muerte todo está enredado, confuso, lo cual no debe significar que debe existir perdón y olvido para quienes organizaron este atroz crimen.
El crimen contra el líder de Gente Buena y aliado político de Construye no debe quedar en la impunidad. La patria está manchada. La patria adolorida. Ya no hay lágrimas para llorar nuestra tragedia de inseguridad y barbarie. Estamos desnudos ante tanta desprotección y desamparo. Necesitamos mano fuerte, decidida ante los retos terribles que tiene el Ecuador. Solidario ante el asesinato cruel del símbolo de la lucha contra la corrupción.