La forma más eficiente de dominar es cuando dominados y dominantes no reconocen la situación de dominación. Cuando silenciosamente se naturalizan ideas impuestas y se las asimila como propias. El machismo es el ejemplo más claro: gran parte del problema se ignora o subestima. Ya sabemos que su versión más cobarde es la que rebusca posiciones extremas para encasillar a todo el feminismo como irracional. Sin embargo, no me ocupo aquí de esos argumentos, por infértiles. Resalto más bien la necesidad de entender que el machismo es más nocivo en las situaciones que se asumen cotidianas.
El lugar donde mejor se puede ejemplificar esta realidad es cuando deconstruimos nuestra carrera profesional. Regularmente quienes ostentan posiciones de privilegio interpretan su situación como pura consecuencia del esfuerzo personal. Erróneamente asumimos que el género juega un rol pasivo y lo atenuamos. Uso mi caso para ejemplificar.
Soy el único hombre de 3 hijos. De niño podía salir a jugar más tiempo que mis hermanas, me daban más permiso para fiestas, crecí y poco a poco entendí a la sociedad quiteña como permisiva frente a la liberalidad de los hombres y estrictamente conservadora con las mujeres. En el colegio los profesores asumían estilos por género: hombres lógica y mujeres intuición. La universidad fue más sutil, pero al graduarnos, más hombres conseguimos mejores trabajos.
En mi carrera profesional empecé de encuestador y llegué a dirigir empresas privadas y organizaciones públicas: todo el tiempo hubo espacios de poder más cómodos para hombres y más limitados e incómodos para mujeres. Solo cuando entendí las bases del feminismo comprendí que la tarea es radical, personal y urgente: comprendí que gran parte de lo que soy es consecuencia de privilegios de género.
Reconocerlo es apenas el primer paso para visibilizar situaciones de dominación. Solo en momentos de reflexividad se comprende: ser feminista se trata de pagar una deuda, se trata de ser justos. Se trata de recuperar el sentido común. (O)