Como muchos, comparto el deseo ferviente de que partir de los hechos recientes en materia de corrupción, podamos avanzar hacia una nueva etapa donde los episodios de esta naturaleza, que desde siempre han empañado con vergüenza nuestra historia nacional, dejen de ser pan de cada día.
Ante esto, debemos dejar de depender de la buena voluntad del sistema de justicia para tramitar y decidir estos casos; incluso tenemos que dejar de depender de que el legislativo apruebe sanciones para estos delitos. No quiero decir que estos órganos no cumplan con su parte en la lucha contra la corrupción, sino que como ciudadanos asumamos también la parte de responsabilidad que nos corresponde para prevenir y erradicar este mal.
La fe ciega en el líder fomenta la corrupción. Es necesario, por tanto, que la ciudadanía deje de idolatrar a aquellos funcionarios públicos que les simpatizan, volviéndose incapaces de notar cuando éstos cometen irregularidades, violan derechos humanos, o actúan desbordando sus facultades. Ser afín a un partido o a un político no debe convertirnos en cómplices silenciosos cuando éste comete irregularidades, a cuenta de que es conveniente. Un funcionario que sabe que cuenta con el apoyo incondicional (y a veces irracional) de la población, estará más incentivado a cometer actos de corrupción, pues sabe que nadie le exigirá dar explicaciones o rendir cuentas. Al menos, no inmediatamente.
Urge, por tanto, que los ecuatorianos empecemos a valorar más a las instituciones democráticas que a los políticos de turno. Por más que admiremos a ciertos funcionarios, ese sentimiento no debe superar el compromiso de defender los pilares fundamentales del Estado de Derechos en todo momento: la separación de poderes, la supremacía de la Constitución, la independencia judicial, y, sobre todo, el respeto irrestricto por derechos humanos. Ante una afectación a cualquiera de estos principios, no es ético ni cívico seguir respaldando ciegamente a un funcionario que ha actuado desbordando sus facultades. El incumplimiento de la ley, el abuso de poder, y el desprecio por la dignidad humana son, a mi criterio, formas agravadas de corrupción, y no deben ser toleradas a nadie, por más simpático o conveniente que nos resulte. (O)