Nunca me pasó por la mente que uno de los más altos honores que una sociedad confiere a un ser humano, cual es el poder de administrar justicia, se convertiría en una de las profesiones más subvaloradas y vilipendiadas. Siempre he considerado que ser juez es una profesión para personas con gran conocimiento de la ley y las ciencias jurídicas, dotada de condiciones éticas y morales superiores.
¿En qué cabeza cabe que aquel poder divino de decidir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, se otorgue a personas que representan vileza, corrupción y politiquería? Esa es una triste percepción callejera que contiene, además, la injusticia de la generalización. No olvido las palabras del profesor Eduardo J. Couture: “Tu deber es luchar por el derecho, pero el día en que encuentres en conflicto el derecho con la justicia, lucha por la justicia”; palabras que me enseñaron por qué quería ser abogada.
¿En qué momento nos perdimos tanto? Una respuesta la encontré en las palabras de un juicioso abogado, respecto a su preocupación por proferir un fallo en un tribunal, sobre el cual había consenso jurídico entre sus miembros, pero que el abogado en cuestión consideraba carecía del análisis necesario sobre la función social del contrato en discusión; lo que en cristiano significa que nos perdimos cuando se nos olvidó que la justicia va más allá de dar a cada cual lo suyo, que es un concepto que trasciende a la sociedad y no se queda solo en los derechos de unos individuos enfrascados en un pleito. Dicho de otro modo, a un juez no le pueden quedar faltando los cinco centavos para el dólar.
También nos perdimos tanto el día que los jueces se quedaron sin independencia, elemento fundamental de la democracia, de la cual dependen la legitimidad de sus fallos y la confianza en el sistema judicial, pero que, además, garantiza los derechos humanos y la seguridad jurídica. La autonomía judicial supone obligaciones y responsabilidades, que exigen idoneidad profesional acompañada de valores y virtudes para responder a las necesidades de una sociedad y evitar las presiones externas.
El juez debe recuperar el profesionalismo, la capacidad de análisis, de pensamiento y la visión de una sociedad más allá de la norma, si es que quiere ser independiente; pero a su vez, esta sociedad no le puede “endosar el muerto” al juez cuando ella lo soborna o cuando, desde posiciones de poder, trata de interferir en sus fallos. Exijamos justicia, claro que sí, pero ante todo seamos “dignos” de recibirla.