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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

Ética de ciervos

21 de diciembre de 2015

La última quincena de cada diciembre se convierte en un tiempo precioso y preciso para evaluar individual y colectivamente nuestras acciones y las del prójimo. Vieja costumbre que nos ayuda a señalar tramos más o menos buenos y trechos más o menos inútiles. Un reloj interno, sin manecillas, nos permite seguir viviendo en el pasado y en el futuro, desdeñando en el consumo la sazón del presente y su vitalidad de sol. ¿Por qué?

Enormes rebaños de personas traducen las fiestas de fin de año en un espacio en el que la demanda de cosas, de cualquier tipo, se transforma en la única posibilidad de ligar lo material y lo anímico, en medio de creencias que asimilan el amor de acuerdo al triste hábito de falsear “el espíritu de la Navidad”. La máscara con la que se asume cada ciclo es la contraparte de la alienación de los individuos como entidades libres y la peor manera de resistir la presión social.

Así transcurre diciembre, en medio de promesas y ligerezas que desnudan el carácter efímero de un culto universal, y el impedimento de darle un contenido que secularice, en serio, las necesidades de lo humano al completar la traslación del año.

La colonización de los gustos llega a tal extremo que hoy los automóviles (¿cual trineos?) son adornados con las astas de los renos —unos ciervos inexistentes en Ecuador— para lucir una moda que no dice nada de los antiguos ritos del Niño Dios pero sí de un Papá Noel colmado de regalos pero sin el pan de pascua de la Natividad. Se podría decir que la combinación de “tradiciones” nutre las pompas de una celebración ecuménica con atavíos de distintos y “bonitos” lemas; pero lo que en realidad ocurre es que el amor, supremo bien del nacimiento cristiano, no es más que un rodeo para justificar dispendios en una sociedad atiborrada de antifaces y, simultáneamente, carente de solidaridad social.

Sin embargo, también es tiempo de caridad y piedad, y por allí se cola un extraño sentimiento que relativiza el derroche mientras aflora la cruel conducta de regalar alimentos a los mendicantes que por estas semanas salen de sus cloacas para que los caritativos se sientan generosos y un tris culpables. O sea, diciembre consiente varios escapes emocionales. Unos para dizque tantear por dentro los invariables infortunios de la vida, y otros para evacuar el rito de amar al prójimo como a nadie mismo.

Creo que no hace daño mirar estos días el mínimo disimulo con que las gentes de bien, con riqueza o sin rubor, se tardan días enteros en la escenografía del pesebre, y celebran otra fiesta cuando salen de compras por mercados de ciudades y pueblos; parodiando como siempre la penuria de José y María, y, de golpe, esperando sin recato las buenas nuevas del oro, el incienso y la mirra de los Reyes Magos. La constante es bochornosa pero nadie se siente aludido, pues los códigos del consumo eclipsan la ética de la prudencia frente a la inequidad en que se debate una parte de los coterráneos.

¿De verdad estos días se hace una valoración del dolor propio y ajeno? Ojalá lo que sí. Un año es tiempo suficiente para sabernos mentores de la vida o pasajeros del olvido. (O)

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