En el Palacio de Sansoucci, cerca a Berlín, está la tumba del Rey Federico II El Grande, a la que nadie lleva flores, sino papas.
Para entenderlo, hay que recordar que en más de un ocasión, en la vieja Europa, las personas salían a cazar ratones o saltamontes, o cualquier cosa que se moviera. Y a veces, arrojaban a sus pequeños desde lo alto de alguna montaña. Esta pesadilla estaba originada en la falta de alimentos que, casi siempre por caprichos del clima, arrasaba a las poblaciones. Y no valían ni oraciones ni sacrificios.
Pero América era un continente nuevo, y acá teníamos climas generosos y alimentos para calmar a los hambrientos de todo el mundo. Y entre todas las maravillas, la papa era el tubérculo humilde, que nacía escondido en la tierra. Con ella se hubieran podido salvar millones de vidas en el viejo continente. Pero más grande que el hambre, era la ignorancia.
Se afirmaba que la papa era alimento del demonio porque crecía metido en la tierra, más cerca del infierno. El Rey Federico II impuso su cultivo y consumo obligatorio, pero todo el mundo burló la ley. Entonces, el monarca también se burló de todos: sembró papas en su jardín, con hombres armados que vigilaban el cultivo.
Y una noche, la guardia simuló un descuido y los habitantes, tentados, robaron las plantas y las papas, y solo entonces se generalizó su consumo. Hoy, gracias al truco, los alemanes son los más grandes consumidores de papas del mundo. Y un siglo después, una peste de la papa causó hambre en Irlanda, y trajo a los Kennedy hasta América. Pero esa es otra historia.
En cambio, en ajedrez, si da de comer, es para matar.
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