El jueves 17 de octubre, poco después de las tres de la tarde en la ciudad de Culiacán, Sinaloa, los niños salían de las escuelas. Sus madres iban por ellos o estaban de compras para preparar la comida del día. Los empleados tomaban el descanso de mediodía y los restaurantes estaban llenos. En ese momento, en un lapso de no más de 30 minutos, Culiacán se convirtió en un campo de guerra.
Los tripulantes de camionetas y vehículos de lujo que habitualmente hacen rondines por la ciudad con el radio a todo volumen sonando narcocorridos, ahora disparaban ráfagas de metralleta para aterrorizar a la gente mientras hacían un operativo para rescatar a Ovidio Guzmán Salazar, hijo del narcotraficante Joaquín Guzmán Lorea, quien fuera líder del Cartel de Sinaloa, extraditado desde 2018 a Estados Unidos y sentenciado a cadena perpetua en julio de 2019.
Las principales avenidas, y carreteras de entrada y salida de la ciudad fueron bloqueadas por hombres armados. Mientras que en la zona conurbana de Culiacán, de la cárcel estatal de Aguaruto, se fugaban 49 peligrosos prisioneros. Todo de forma simultánea, rápida, coordinada, y exitosa.
Se supone que Ovidio iba a ser arrestado por el Ejército Mexicano y el objetivo de los criminales era lograr su liberación. Sobre la cabeza del joven de 29 años de edad, uno de los 18 hijos del capo, pende desde diciembre de 2018 una orden de arresto emitida por la Corte de Distrito de Columbia en Washington DC por el delito de narcotráfico, junto con su hermano Joaquín Guzmán Salazar, procreados por Chapo y Griselda López.
Ellos, y sus hermanastros Iván Archivaldo y Alfredo Guzmán Salazar, quienes también tienen acusaciones criminales en Estados Unidos, encabezan la facción del Cartel de Sinaloa que pertenecía a su padre. (O)