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El Telégrafo
Aníbal Fernando Bonilla

Espinas y cicatrices de barro

03 de junio de 2014

La poesía contiene elementos insondables en el tránsito por la vida. De hecho, nuestra existencia está compuesta de una amalgama poética, que, a ratos, ni siquiera sospechamos. Es el efecto de la desnudez de los actos y de la tormenta que arrecia en la noche. Es el cúmulo del flagelo. Es el advenimiento del rocío que nos devuelve a la infancia. Es el silbido del pájaro en la frescura del día. Es la huella que conduce a la orilla incierta. Es la tesitura de una voz que se expande con angustia y se deleita en las fauces de lo venidero.  

Con la propiedad que emana de un poeta que trasciende lo efímero, Hugo Francisco Rivella (Argentina, 1948) nos comparte su reciente trabajo: Espinas en los ojos & siete poemas de barro (El Ángel Editor, Quito, enero de 2014).  

Es, ciertamente un cántico de esperanza que se abriga en la holgura mística. Tiene transparencia verbal y reminiscencia divina. Se sumerge en la buena palabra que emana de los pasajes y personajes bíblicos. Ahí está Dios siendo interrogado, de cuerpo entero, ante los cuestionamientos que provocan quebrantos y superan el tiempo. Como dice Antonio Preciado Bedoya: “Desde la boca de Cristo, Rivella pone el gran ojo fijo de Dios ante los del hombre, que respetuosamente le sostiene la mirada, sin negaciones estridentes, pero, a la vez, sin arrastrarse de hinojos o llegar a las mortificaciones del cilicio”.

Rivella poetiza el trigo, el pan, los peces de colores, el relámpago, la espada maltratando a los huesos, el río “abriéndose como tus manos”, el horror del mundo tras la muerte del hijo de Dios. Es una bocanada de misterio tras la crucifixión: “El alarido al cielo en carne viva y la luz que se derrama lentamente”.

La herida que provoca la desdicha en pos de la redención humana se contagia de altas temperaturas en la tormenta, se humedece de sangre. Es la caída de la tarde, el grito desconsolado de una madre afligida, el contubernio de almas perdidas. Es la oración que se desprende en la derrota: “el Padrenuestro que salvaba mi alma del naufragio”.

Hugo Francisco aletea mares insondables, se baña en las aguas venturosas de la historia de los pueblos afligidos, delinea el conjuro de la muerte desde el barro y las espinas. Advierte las consecuencias del símbolo cristiano y de la llaga sin cicatrizar. Enuncia la ausencia del ser ante la tumba descubierta y el alarido que resucita otros enigmas: “Yo sé que voy a ti,/ Padre./ Muero por ser un hombre con las huellas de Dios en la mirada,/ su eterna soledad./ Alguien lava mi cuerpo que no pesa./ Agua de mí en la noche que sube por la cruz y en la quietud del polvo de/ mis huesos vuelve a ser lo que fui,/ esta palabra,/ el fuego,/ el regreso,/ la hondura de saber que soy tu Hijo”.

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