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El Telégrafo
Melania Mora Witt

España: una herida que aún sangra

23 de julio de 2016

El 18 de julio de 1936 se inició la Guerra Civil Española, poco tiempo después de la proclamación de la República, tras el triunfo de las fuerzas progresistas en las elecciones municipales. Inmensa fue la euforia popular tras el histórico hecho, que parecía inaugurar una nueva época, en un país casi detenido en el tiempo, que seguía llorando por las derrotas que, entre fines del XIX e inicios del XX, le arrebataron sus últimas colonias.

Durante el escaso lapso que duró la República, se hicieron visibles múltiples contradicciones, no solo entre la vieja España “de mantilla y pandereta” (según A. Machado), sino entre las fuerzas que habían concurrido al cambio. Mientras un sector integrado por trabajadores y campesinos a los que se unió la mayoría de los intelectuales y artistas pugnaba por acelerar los procesos que liquidaran la sociedad semifeudal que la caracterizaba, otro -que solo buscaba la salida de la monarquía- se mostraba renuente y aun contrario a esos reclamos.

Ello explica que, mientras por una parte se impulsaba la alfabetización y la enseñanza laica, la entrega de tierras a los campesinos y la actualización y mejora de las leyes sociales, por otra se mantuvieran privilegios y responsabilidades para sectores de la derecha, entre los que se contaba buena parte del ejército. En Asturias, su jefe Francisco Franco dirigió la represión a los mineros, iniciándose una etapa sombría en la cual se respondía con violencia a la desatada por el adversario ideológico. Así se abrió la puerta a la confrontación bélica que, en tres años, consumió la vida de un millón de personas y permitió la entronización de una feroz dictadura en casi cuatro décadas.

La República debió luchar sola frente a las fuerzas coaligadas de la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler, que convirtieron a la Península en campo de entrenamiento para las fuerzas que desatarían contra Europa en la II Guerra Mundial. Francia e Inglaterra pagaron duramente su complicidad con las fuerzas que asfixiaron a la República.

No solo se negaron a vender armas a un gobierno legítimo, sino que bloquearon las que los republicanos conseguían de la Unión Soviética y México, únicos países que accedieron a abastecerlos. Cuando en 1939 las fuerzas de Franco entraron a Madrid, continuó la práctica del terror contra los vencidos, ejercida con saña en las ciudades y campos que iban conquistando a lo largo del conflicto.

Una inmensa corriente de inmigrantes llegó a las costas americanas, especialmente de Argentina y México, que se enriquecieron con el aporte de intelectuales, artistas, científicos y trabajadores en general, que integraron la ‘España del éxodo y del llanto’.

Hoy, 80 años más tarde, las heridas siguen abiertas. Los nietos de los fusilados sin fórmula de juicio, de los encausados como criminales por el hecho de buscar una sociedad más justa, siguen clamando porque se abran sus tumbas y finalmente puedan descansar en paz. Pero la derecha -que continúa al mando- lo impide. Que lo diga el juez Garzón, separado de su función por querer hacerlo. (O)

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