Todo empezó, recordemos, el 15 de mayo de 2011 con el movimiento reivindicativo que luego tomó el nombre, precisamente, de #15M. El #15M supuso la eclosión inesperada e imaginativa de un malestar social y político incubado en plena crisis económica, pero que ahondaba sus raíces en un progresivo deterioro de las instituciones surgidas de la Constitución de 1978. Una respuesta de rebeldía cívica que estuvo protagonizada por jóvenes y mayores, junto a la tutela y el respaldo de algunos intelectuales de alta talla como José Luis Sampedro, Manuel Castells, José Luis Saramago y Federico Mayor Zaragoza. Las multitudes ocupaban las calles y demostraban que los partidos políticos habían perdido el privilegio exclusivo de la acción política; los ciudadanos, reconvertidos en activistas, descubrían que Internet les permitía organizarse sin los partidos o sindicatos y comunicar eficazmente sin intermediación mediática.
Poco más de cuatro años después, podemos decir que el #15M ha actuado como un gran fertilizador democrático. Han aparecido nuevos medios de comunicación, nuevas prácticas de vigilancia política, nuevos liderazgos y nuevos partidos (después de una etapa de adanismo refractario a la construcción política). Con todo esto, para estas elecciones, se configuró un escenario inédito con cuatro partidos con más o menos chances de ganar. Se terminaba el duopolio político del PP y el PSOE y entraban a competir dos nuevos actores: Ciudadanos y Podemos. La coexistencia entre dos tradicionales y dos emergentes, sumado, además, a un banco de indecisos que hasta último momento rondaba el 20 %, forzó una campaña electoral distinta. En el mundo de la comunicación política suele decirse que ninguna campaña se parece a otra, pero ésta fue, sin dudas, la más profesionalizada de la historia política española.
Los partidos contaron con unos equipos de movilización digital que han llegado a su madurez política y organizativa. Las redes sociales jugaron un papel preponderante. Twitter fue, una vez más, el punto de encuentro de referencia para la conversación y el debate político. Es el ágora moderna, capaz de convertirse en foro de opinión, tal como sucedió con el hashtag #7dElDebateDecisivo, que acumuló más de 2,5 millones de tuits, y capaz también de experimentar y promover un singular debate en 140 caracteres. Facebook, por su parte, mostró su potencial audiovisual con vídeos de apoyo a las candidaturas que han tenido una gran repercusión debido a los más de 21 millones de perfiles que hay en el país. Esta campaña ratificó el poder de la memecracia. Ante cada nueva aparición pública de los candidatos o ante cada nuevo hito de campaña, las redes se inundaron de ironía y parodia en forma de memes. Es la fuerza creativa del ARTivismo digital y la potencia seductora del humor.
Pero no todo, vale decir, sucedió en las redes. Esta campaña fue también ampliamente televisada, con un buen número de debates y con los candidatos visitando los platós televisivos para cantar, bailar, hacer deporte y hasta jugar al futbolín. La política pop en todo su esplendor.
Fue una campaña profesionalizada, pero también ciudadana. No estuvo limitada al ámbito de gestión del partido o de los equipos de campaña, sino que la creatividad social logró desbordar los márgenes y los activistas tomaron, parcialmente, el control. Lo mismo que había sucedido meses atrás en las campañas de Madrid y Barcelona: una narrativa múltiple, un storytelling coral y acelerado, donde el proceso organizativo y su mutación discursiva han ido saltando de móvil en móvil.
«Si buscas resultados distintos no hagas siempre lo mismo», decía Albert Einstein. Y como no se hizo lo mismo y España tampoco era la misma, los resultados del domingo fueron diferentes, inéditos, pero esperables. El resultado electoral nos deja un Congreso con más de 10 partidos políticos representados; y, a su vez, con tres partidos (PP, PSOE y Podemos) que obtuvieron más del 20 % de los votos cada uno, más uno (Ciudadanos) que logró casi el 14 %. Estamos ante una pluralidad y una polarización nunca antes vista en España.
Superada (o, al menos, parcialmente) la crisis de representación, nos enfrentamos a un desafío por la gobernabilidad. El sistema español establece el siguiente mecanismo para investir un presidente de Gobierno: mayoría absoluta en una primera votación o mayoría simple ―más votos a favor que en contra― en una segunda convocatoria. Sin embargo, esta nueva distribución del Congreso vuelve prácticamente imposible la investidura en la primera votación, pues sólo se lograría con una gran coalición entre el PP y el PSOE o bien con un acuerdo tripartito entre PSOE, Podemos y Ciudadanos. Ambas opciones, muy improbables, por no decir imposibles.
En la segunda ronda de votación entrará en juego la abstención y aquí veremos cómo juegan sus fichas los principales líderes. Albert Rivera (Ciudadanos), en los últimos días de campaña, había adelantado que se abstendría para asegurar la gobernabilidad y el pasado lunes, ya con los resultados sobre la mesa, lo confirmó. Rivera, con esta decisión, está intentando poner a Pedro Sánchez (PSOE) entre la espada y la pared, entre dejar que gobierne el PP o acordar con Podemos. Sánchez se la juega. Si pacta con el PP, traiciona su propuesta, aunque obtuviera la cabeza de Mariano Rajoy y lograra investir a otro popular. Después del debate en el que cuestionó la honorabilidad de Rajoy, no hay pacto sin coste… y sin sacrificios. Y si pacta con Podemos, se le rompen las costuras internas, y se complica ―y mucho― su imagen de centralidad. Pablo Iglesias, por su parte, buscará impedir a toda costa un nuevo gobierno del PP, pero esto no quiere decir que vaya a pactar con el PSOE o, al menos, que se las vaya a poner fáciles. De hecho ya avisó que su apoyo cuesta un referéndum en Cataluña, una reforma a la constitución y otra al sistema electoral. Un precio demasiado alto para el PSOE, muy difícil de asumir.
No es aritmética, es política. Sea cual sea el devenir de los pactos y la nueva conformación del Congreso, los resultados nos muestran un nítido cambio en el comportamiento electoral: un repunte de la participación y el mayor nivel de volatilidad e indecisión desde 1982. Los electores españoles expresaron, en su gran mayoría, un deseo de cambio de timón, pues sólo uno de cada cuatro votó por la continuidad de Rajoy. Un voto castigo. Como señalaba la colega Ángela Paloma Martín: «Queremos una España de diálogo y consenso, aunque la estabilidad no venga mañana. Parece que preferimos esperar y castigar a quienes nos han gobernado, a tener una estabilidad con un programa y un sistema que no compartimos».
El otro gran cambio es en las lógicas políticas y en las ecuaciones parlamentarias. Entre el PP y el PSOE perdieron más de 5 millones de votos. El PP obtuvo un 15,9 % menos que en las elecciones anteriores, mientras que el PSOE bajó un 6,8 %, una caída menor pero que representa un nuevo record negativo en su historia electoral.
Durante todas las legislaturas pasadas, el cambio se reducía a la opción de la alternancia. Se gana cuando el ciclo de tu rival se agota (PP en 1996), o cuando comete errores muy graves (11M de 2004). El valor de la opción de la alternancia era la paciencia, la resistencia y la disponibilidad. Es decir, con estar ahí, ya era suficiente. Pero ya no. Los partidos emergentes, las nuevas expresiones de lo político, así como la resistente solidez electoral de las opciones soberanistas, han pateado el tablero y cambiado las reglas del juego. Hace cuatro años ni estaban, ni se les esperaba.
Los partidos mayoritarios lograron resistir, no así el sistema bipartidista, que no es lo mismo. El 20D marcó el inicio de un nuevo modo político, abriendo, definitivamente, nuestro mapa político de manera irreversible. La política del piloto automático (mayorías absolutas), del copiloto (bipartidismo), da paso a una conducción más coral, más dialogante, más constructiva y más comprometida. El sistema de la alternancia bipartidista deja su lugar a alternativas, por ahora, desconocidas.