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El Telégrafo
Ramiro Díez

Es peligroso hablar, pero guardar silencio resulta mortal

03 de octubre de 2013

Imagine que alguien exhibe, orgulloso, lo que sus abuelos y sus padres han  robado.  Eso, más o menos, es lo que hacen los grandes museos, sobre todo de Europa.  Claro que hay robos que, por su tamaño, ocupan grandes plazas. Es el caso del obelisco egipcio en la Plaza de San Pedro. Y nadie imagina cómo fue la erección de este soberbio símbolo fálico.

El obelisco permaneció dos mil años en Aswan, hasta que los invasores romanos lo reclamaron como trofeo de guerra. Al llegar a Roma, tras una epopeya de más de 2.000 kilómetros, Calígula, extravagante y perverso, decidió que tenía que estar en el patio de su casa.

Pasaron 15 siglos y también llegó a Roma el clérigo Feliz Peretti, que había sido expulsado por los venecianos por ser el terror de la ciudad. Como inquisidor había encendido muchas hogueras y adornaba los puentes de la ciudad con cabezas de prostitutas, ladrones y mendigos, o con simples sospechosos. Pero la vida da vueltas y tras mil vicisitudes, Feliz Peretti terminó convertido en el Papa Pío V.

Amante de lo monumental, decidió perpetuar su memoria. Exigió que el obelisco fuera llevado desde lo que alguna vez había sido la casa de Calígula, hasta la Plaza de San Pedro. En el lejano año de 1586, solo un osado como Sixto V podría emprender tal proeza. Un equipo de ingenieros y peones, durante un año, logró arrastrar la gran mole. Y llegó el momento definitivo de la erección.

Primera medida papal: Pena de muerte para cualquiera que hablara en el momento en el cual el obelisco estuviera a punto de ser colocado de manera vertical. 150 caballos que empujaban a golpe de látigo y mil hombres parecían condenados al fracaso. Las 350 toneladas del obelisco hicieron crujir las cuerdas y el maderamen. Todo estaba sellado. Las cuerdas se aflojaron y la mole de piedra, de la altura de un edificio de 10 pisos, amenazaba caer y despedazarse en medio de la tragedia.  Entonces surgió un valiente.

Era Bresca, un marinero que, a pesar de la pena de muerte, gritó: “!Mojen las cuerdas, carajo!”. Sabía, por experiencia, que las cuerdas bañadas en agua no se rompían. Cientos corrieron a una fuente, con baldes para cumplir la orden. Después de minutos turbulentos, el esfuerzo fue exitoso: El obelisco alcanzó la vertical en el punto previsto. La multitud estalló en voces felices. Y Bresca, el hombre que gritó, fue detenido y llevado al Papa.

Sixto V le perdonó la vida. Lo condecoró y le permitió llevar la bandera del Vaticano en su barco. Y a su familia le concedió un monopolio perpetuo: él y sus descendientes serían los únicos vendedores de las palmas del domingo de ramos, privilegio que conservan hasta hoy.

En ajedrez también: Cuando algo hay que salvar, no puede existir el miedo.
Fajbisovick vs. Etruck, Moscú, 1975.

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