Existen al menos dos formas de enfrentar la economía, el desarrollo y la sustentabilidad. La una, la economía clásica que prioriza la ganancia y las finanzas a toda costa, sin importar los conflictos internos de las sociedades o los problemas ambientales; ganar por ganar, apropiarse de bienes para que otros no los utilicen, son las metas de este modelo que solo beneficia a un privilegiado 25% de la población del planeta. La otra manera es la bioeconomía, que se preocupa de las finanzas supeditadas a la resolución de los problemas sociales y, sobre todo, a la sustentabilidad, es decir al cuidado del ambiente y su futuro, lo que es una necesidad para el 75% de los habitantes del mundo. Al menos en teoría, hoy se trata de asociar la bioeconomía, por denominarla de alguna manera dentro de la ecología política, con el pensamiento de izquierda.
A la bioeconomía le interesa promover el procesamiento integral de la biomasa para obtener bioproductos y generar energía. La biomasa incluye los cultivos tradicionales, los biocultivos, los desechos agroindustriales y agrícolas. El objetivo final de los bioproductos o biodesechos útiles es conseguir alternativas energéticas y no contaminantes. Pero los defensores del statu quo pronto se han dado cuenta de que la bioeconomía puede ser un buen negocio.
La bioeconomía, disfrazada de bondad, pureza y ecologismo, pretende convencernos de las mismas ideas del pasado y tener los mismos beneficiarios
¿Hasta qué punto la teoría bioeconómica es “buena e inocente”? Según la Estrategia de Lisboa (reunión de expertos de la Comunidad Europea, 2013), reconoció que Europa necesita incorporar transgénicos como una solución bioeconómica, pero las leyes de la CE no lo permiten aún. Pese a que Europa no produce transgénicos, sí los importa, por lo que beneficia a los grandes productores transnacionales en detrimento de la pequeña y mediana agricultura; sus regulaciones, aparentemente proteccionistas, terminan beneficiando a los mismos de siempre.
Algo similar pasa en los países latinoamericanos, incluido Ecuador. Los propios científicos europeos que apuntaron a su independencia sobre la base del conocimiento y la investigación se han dado cuenta de que sus regulaciones legales los están hundiendo. Al no solucionar sus problemas agrícolas, ni con la producción propia de transgénicos, deben comprarlos. Recuerden que nuestro país importa el 70% de soya que con seguridad es transgénica.
Bajo esta visión, la bioeconomía también se convierte en economía tradicional al privilegiar al poder financiero transnacional. Disfrazada de bondad, pureza y ecologismo, pretende convencernos de las mismas ideas del pasado y tener los mismos beneficiarios.