Decir que Dios ha muerto, al referirse al fallecimiento de Diego Maradona, es un dislate ofensivo, una expresión extrema, propia de un afiebrado sector de fanáticos enceguecidos y desubicados por la pasión. Quienes creen en Dios se sentirán indignados con semejante absurdo.
Diego Maradona fue un excelente futbolista, no necesariamente un gran deportista. Si bien estuvo dotado de una inigualable habilidad para el manejo del balón, su carrera estuvo severamente empañada por su adicción a la cocaína y al alcohol y, en 1994, en el mundial de fútbol de Estados Unidos, fue suspendido por doping.
Un verdadero deportista debe encarnar la bonhomía de espíritu, ser un buen perdedor y un ganador justo y legal, un competidor leal que no recurre a artificios truculentos para obtener victorias pírricas, como la de haber ganado el mundial de 1986, en México, anotando un gol con la mano que él, con sagacidad y sorna, dijo que había sido “la mano de Dios”.
El despliegue mediático de la muerte de Maradona ha sido descomunal. Ni la muerte de Nelson Mandela ni la de Juan Pablo II tuvieron tanta cobertura. La oportunidad para un chispazo populista hizo que Alberto Fernández facilitara la Casa Rosada para un apurado velorio que a manera de desfile en cámara rápida apenas permitió que una fracción de la enorme multitud congregada pudiera ver el féretro. Sin duda la demagogia y sinrazón empeorarán el ya gravísimo problema de covid-19 en Argentina.
De otra parte, en nuestro país, hemos visto otro episodio bochornoso en la política. La Ministra de Gobierno fue censurada por las pueriles causales de haber usado bombas lacrimógenas caducadas y de, supuestamente, haber atacado los centros de acogida a los manifestantes de octubre de 2019. Lo segundo, falso. No hubo ataque alguno sino que dos bombas lacrimógenas cayeron en los patios de universidades que acogían a los manifestantes.
El que la Asamblea se haya pronunciado en contra de la ministra es un apoyo elocuente a los señores Jaime Vargas, Leonidas Iza y a todos los golpistas, sediciosos, vándalos que destruyeron la ciudad de Quito y aterrorizaron a sus ciudadanos. ¿Es que acaso los partidos Social Cristiano y CREO no se dan cuenta de su torpeza? ¿Es que acaso su apetito electoral impide un mínimo de ética y consecuencia política?
Eduardo Galeano, escritor con quien no tengo afinidad, tiene un libro cuyo título es oportuno para las circunstancias tratadas: “Patas arriba, la escuela del mundo al revés”. (O)
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