El proceso político de la Revolución Ciudadana fue, en buena parte, la decantación de un conjunto de expresiones de luchas populares de décadas y, más recientemente, del malestar acumulado durante el período económico neoliberal y del desencanto acumulado del retorno democrático. La apertura de este proceso de efervescencia social y política en el 2006, produjo un renacer de la esperanza de cambio y tuvo la potencialidad de articular estas múltiples demandas y malestares.
El período constituyente de Montecristi fue la expresión simbólica del pico de esta ebullición social y política. Ahí se expresaron indígenas, afros, montubios y mestizos; lesbianas, gays, feministas, machistas y heterosexuales pro vida; profesionales, artesanos, obreros, intelectuales, empresarios y amas de casa; universidades, gremios, cámaras y sindicatos; ecologistas, conservacionistas y extractivistas; serranos, costeños, amazónicos y galapagueños; las derechas, las izquierdas y los que se reivindican del centro político. En resumen, ahí se expresó la diversidad social, cultural y política de nuestro país; lo político y lo social, el Estado y la sociedad civil se entrelazaron de una forma paradigmática, y la política retornó a sus orígenes. Y no es que la sociedad civil ecuatoriana sea prístina y buena por naturaleza. Al contrario, la potencialidad del proceso fue que se expresó esa complejidad, viscosidad y su carácter paradojal. Como si eso fuera poco, posteriormente, el texto redactado como fruto de este proceso constituyente, lo aprobamos 6 de cada 10 ciudadanos.
Bajo este contexto, abrir el candado y permitir que se empiecen a cambiar vía ‘enmienda’ constitucional una infinidad de articulados, derechos y garantías sociales que esa mayoría aprobó constituye una trampa política, que únicamente conseguiría deslegitimar el proceso entero de transformación emprendido luego del 2006. Abrir la tapa de la ‘caja de pandora’ puede desatar las más sustanciosas hasta las más arbitrarias propuestas de reformas políticas, y entonces surge la duda, ¿quién dirá cuál reforma es válida y cuál no?, ¿quién será el árbitro dirimente que se coloque por encima de lo societal?
Se argumenta que es legal hacerlo, puesto que el propio texto constitucional lo contempla. Sin enfrascarnos en discusiones jurídicas artificiosas, está claro que es su gran legitimidad la fortaleza originaria de este proceso. Allí ecuatorianos y ecuatorianas establecimos un pacto social. Arrasar con él significaría arrojar al bebé junto con el agua de la bañera, es decir, perder la potencialidad de este proceso y deslegitimarlo. Las cosas deberían cambiarse como se las hizo, porque ciertamente no puede ser eterno un texto que tiene que adecuarse a una realidad siempre cambiante. Si hay un proyecto sustancioso y articulado de reforma constitucional, es natural que sea sometido nuevamente al escrutinio de toda la ciudadanía, en su aprobación radicará nuevamente su legitimidad.
“...La potencialidad del proceso fue que se expresó esa complejidad, viscosidad y su carácter paradojal. Posteriormente, el texto redactado como fruto de este proceso constituyente, lo aprobamos 6 de cada 10 ciudadanos...”.