La historia me la contó Michel, un amigo francés, en un viaje al desierto de Marruecos. Su guía era Abdul, el hombre más bueno del mundo, y practicaba el islam. Cuando le preguntó cómo era el cielo de los musulmanes, entonces Abdul respondió: “Es un lugar en el que cada hombre que haya sido bueno encontrará todos los placeres posibles, entre ellos vírgenes preciosas, de grandes ojos y cuerpos perfectos envueltas en sedas transparentes, con magníficos perfumes, que le harán entender lo que es el paraíso”.
Cuando mi amigo le dijo a Abdul que entonces seguro él iría al cielo musulmán, Abdul, que era el hombre más bueno y solidario, se tornó meditabundo y dijo que soñaba con ir al cielo, pero que dudaba que pudiera llegar a disfrutarlo.
Abdul dijo que no le alcanzaría la vida para expiar la culpa que le iba a negar su entrada al paraíso. Mi amigo imaginó a Abdul cometiendo algún crimen horrendo. Una bomba contra civiles, una decapitación de rehenes ordenada por algún sacerdote musulmán. Pero no era eso. Abdul, con ojos humedecidos y mirada fija en la arena rojiza, contó que una vez conducía su auto por el desierto, a las seis de la tarde, que quizás iba muy rápido, y desde unos arbustos saltó un chacal al que atropelló. Abdul intentó ayudarlo, pero el animal murió entre sus brazos. “No me salía la voz – dijo Abdul-, pero le pedí que no muriera, que aguantara. Nunca olvidaré sus ojos vidriosos, implorantes.
Durante meses el chacal se aparecía en sus sueños, mirándolo desde las alturas. El padre de Abdul, un hombre de 90 años que interpreta los sueños, le dijo que el mensaje estaba claro: a su muerte, el coyote lo esperaría a las puertas del cielo para que rindiera cuentas por su crimen. Abdul no tenía disculpa alguna. Toda su vida le sería insuficiente para purgar la pena.
Abdul, que persigue a las lagartijas del desierto hasta alcanzarlas y darles un poco de agua, sería un santo en todas las religiones. Su religión es el islam. La misma, exactamente, en la que creen los que se suicidan y dinamitan un mercado o una escuela, la misma de los que se estrellan en aviones contra edificios, la misma de los que decapitan rehenes. Gente de polos opuestos hay en todas las creencias. Ese es la paradoja del cerebro humano. Que cuando cree, empieza a creer en cualquier cosa, y la razón es que no sabe. Pero también, por suerte, cuando el cerebro sabe, entonces ya no tiene que creer.
En ajedrez, el que cree, está condenado. Aquí el cielo es para el que sabe.
1: CxP; PxC
2: D5T y se acabó la farsa.