Creo en la Revolución como un acto de profundo amor y también de enorme ternura. Y no solo hablo de aquel acto político y económico que puede derivar en el fin de ciertas injusticias e inequidades o, como dice Carlos Fuentes, en “la restauración de un pasado impoluto”. Creo en esa transformación cultural que aproxima el futuro y sostiene ciertas utopías, latentes casi a diario en toda gestión y obra. Una transformación que desordena un sistema cargado de supuestos valores universales impuestos por una ínfima minoría. Que no pasa exclusivamente por enaltecer las bellas artes sino, y ante todo, por incorporar la ciencia, la tecnología, saberes, creencias y las culturas de la gente al quehacer de la gestión política y económica.
La Revolución Francesa, por ejemplo, instaura un complejo sistema de relaciones para vislumbrar otro paradigma y destruir el modelo anterior sin concesiones ni negociaciones. De hecho, para graficar: en dos años (de 1789 a 1791) instaló 1.200 nuevos puestos municipales para mejorar la atención de la gente en pueblos y provincias. Además, creó 100 mil magistrados para impartir justicia. Con ello produjo un sistema político y judicial a través de elecciones directas. Y con todo eso forjó un paradigma interno con efectos también externos: ser la potencia y capital mundial de la cultura.
Y claro, todo acto revolucionario revela el estado del país y de su cultura, de las relaciones sociales y de las búsquedas y contradicciones de sus habitantes, y no se diga de sus actores políticos. Lo paradójico es hacer una revolución dentro de un sistema democrático definido y hasta cierto punto homogeneizado. Por eso, las de ahora no pueden parecerse ni imitar a las revoluciones francesa, rusa o cubana en sus procedimientos. Lo nuevo (y hasta maravilloso) de estas nuevas revoluciones es que el cambio se revela desde la participación y la decisión democrática. Por lo mismo, implica una fuerte carga de tolerancia, pero no de concesión ni negociación que bloquee o frene esa transformación.
Creo en los revolucionarios que se aferran, como decía Rimbaud, en cambiar la vida, en toda su plenitud. Esos revolucionarios, ahora, son a los que les toca gobernar América Latina. O sea: hacer las transformaciones y no reproducir manuales; proponer nuevas ilusiones y concretarlas desde la gestión y con las únicas armas de la persuasión y la razón revolucionaria. Esos revolucionarios viviremos cambios internos para reconocernos como objetos de nuestra propia transformación, a pesar de no “estar a la moda” y menos hacer el coro al moralismo de siempre.